Estoy casado. Tengo un hijo. Soy infeliz. Sí, así es, esa es mi realidad actual y a veces me pregunto cómo llegué a este punto. Todo comenzó hace unos años cuando conocí a mi mujer. Era la secretaria de mi facultad: una mujer mayor que yo, pero con una personalidad arrolladora. Al principio, me sentí atraído por su seguridad y confianza en sí misma. Nos dimos la oportunidad de comenzar algo precioso; sin embargo, a medida que nuestra relación avanzaba, empecé a sentir una creciente presión.

Avanzamos en meses

Lo que empezó con un tonteo acabó con convivencia a las semanas, un compromiso en cuatro meses y una boda antes del año. Sucedió tan rápido que aún no lo había asimilado el día que descubrí un anillo en mi dedo anular. No había finalizado mi carrera y, de repente, me vi compaginando mis estudios con una media jornada en un trabajo que poco o nada tenía que ver con mi vocación, pero que necesitábamos para completar los ingresos que entraban en casa.

Me volví taciturno.

Nuestro círculo de amigos no entendía cómo podía estar infeliz en un matrimonio que parecía perfecto desde el exterior. Pero solo yo sabía cómo me sentía realmente. Me había dejado llevar por las expectativas de mi mujer y ahora me encontraba atrapado en una vida que no había elegido por mí mismo.

La gota que colmó el vaso

O más bien, el test de embarazo positivo. Si no estaba en mis planes casarme, mucho menos tener hijos. La culpa recaía en mis propios hombros, porque me permití ser influenciado sin siquiera darme cuenta. Cada paso que di fue impulsado por la necesidad de complacerla y de mantener las apariencias; pero, con el tiempo, esta carga se volvió demasiado pesada de llevar.

Tuve que aparcar mis estudios, ya que las circunstancias exigían un ingreso de jornada completa. Mis días se convirtieron en una sucesión interminable de responsabilidades y compromisos. Me encontraba empalmando una crisis de ansiedad con otra, tratando de mantenerme a flote mientras luchaba con mis propias emociones. Sentía que me había perdido a mí mismo en el camino y no sabía cómo recuperarme.

Nació mi hijo. Soy un padre presente, corresponsable. Lo amo, pero… soy infeliz.

He probado a hablar con mi mujer, pero no me quiere escuchar. Huye de la conversación como si sospechase algo. No quiero dejarla, solo me gustaría compartirle mis sentimientos. Yo necesito expresarme, pero ella no parece estar preparada para oírme.

Solo me queda resignarme

Lo siento. No puedo hablar de un final feliz porque no lo hay. Solo existe “resignación”. A veces, la vida no nos presenta las opciones perfectas y tenemos que aprender a encontrar la felicidad en medio de la adversidad. Aunque aún enfrento desafíos y momentos de tristeza, estoy comprometido a seguir adelante y buscar mi propia realización personal. No solo por mí, sino también por mi hijo.

 

Relato escrito por una colaboradora basado en la historia real de un conocido.