Cuando lo conocí yo tenía 17, él 22. Su inteligencia, su carisma y la solvencia con la que había superado los dramas de su familia me hacían idealizarlo. A su lado, yo era una niña ignorante que solo había llorado dos o tres veces por desamores, y él un hombre maduro y responsable. Sin ser tanta la diferencia de edad, la relación era desigual.
A los dos años, a él le ofrecieron un trabajo en Estados Unidos. Había estudiado un ciclo de informática y estaba trabajando en una empresa tecnológica española, como soporte técnico de un software novedoso por entonces. Pero, en un viaje de trabajo, conoció a un par de chicos interesados en introducir aquel producto en el país, lo vieron desenvuelto y quisieron confiar en él. Sería el responsable de soporte de algo parecido a una filial independiente a la que se le presuponía futuro, aunque puso una condición: tendrían que incluirme en el pack a mí.
Yo acababa de completar mi primer año de carrera. Sentía esos deseos de comerme el mundo tan definitorios de la juventud y, además, estaba enamorada. Veía lo de estudiar en una universidad extranjera como una excelente oportunidad, así que le dije a mi madre:
—Me voy, ¿eh? Ya soy mayor de edad y me voy.
Él se marchó antes para ir asentándose. Y yo, en cuanto terminé los exámenes, partí a su encuentro.
Mi exótica aventura… sin salir de casa
Por algún motivo, la nueva empresa decidió asentarse en San Jose (California). A mí me habían atribuido funciones de comercial, aunque hasta entonces mi experiencia profesional se había reducido a camarera de catering en un par de eventos.
La primera hostia de realidad fue la de la convivencia. Yo acababa de salir de mi burbujita de confort familiar y aún estaba por madurar. Él no era muy paciente conmigo y, la mayoría de las veces, se comportaba más como un padre reprensor que como una pareja.
Pese a todo, al mes de estar allí, me sentía más o menos acoplada. Mi trabajo pasó a ser muy accesorio y ni siquiera me pagaban, aún no había empezado trámites en mi presunta nueva universidad y no conocía a nadie. Pero, al menos, tenía una rutina, había comenzado a conocer la ciudad y estaba dando clases de inglés.
Fue entonces cuando él tuvo que volver a España para no incurrir en situación irregular, porque se agotaban sus 90 días de plazo máximo de estancia. Yo me quedé sola en aquel país desconocido y sin nadie de confianza. La empresa no tenía presupuesto para cubrir mi viaje también, así que me quedé allí y lo esperé.
Aquella aventura tan prometedora se convirtió en un encierro interrumpido únicamente para salir a comprar. Iba al súper, veía la tele hasta las tantas y, por las tardes, bajaba a la piscina comunitaria, por donde no se dejaba ver una sola alma.
Si eso, te vas viniendo tú
Mientras yo andaba viviendo mi lastimosa aventura en el extranjero, mi novio estaba en nuestro pueblo pegándose unas buenas vacaciones de verano. Mi madre lo veía de terraceo con los amigos y se la llevaban los demonios. «¿Cómo podía estar divirtiéndose tanto mientras yo andaba a miles y miles de kilómetros, sola y desvalida?», pensaba ella.
Yo me fui sabiendo que nos volveríamos a separar en pocas semanas, pero el giro de acontecimientos viene ahora: estando aún en España, me llamó para decirme que cogiera todas mis cosas, sus cosas y volviera, sola, porque él ya no iba a volver. Me explicó que lo había estado pensando mucho y que no le gustaba el cariz que estaban tomando las cosas respecto a la empresa. Sospechaba que no iban a durar mucho en el negocio.
Siete u ocho días después, ya en España, aparecí por el aeropuerto acarreando bártulos con todas mis extremidades, incluyendo su guitarra. Cuando mis pobres padres me vieron venir a lo lejos, avanzando a duras penas, tentados estuvieron a darle a él una colleja en lugar de correr a abrazarme. Y luego otra a mí. Al menos, llegué a tiempo de echar la matrícula del segundo curso de la universidad.
Lo recuerdo como una experiencia más, ya lejana y más que superada, es mi madre la que lo cuenta cuando viene al caso. La buena mujer, junto a mi padre, pasó lo suyo.
La relación se terminó un año después. Me dejó por teléfono y con serias sospechas de que había tenido algo con una compañera de trabajo, así que se precipitó del altar en el que yo sola lo coloqué. No he vuelto a idealizar a nadie.
Anónimo