NUNCA HE SIDO MUCHO DE SALIR DE FIESTA. O ESO CREÍA. 

Nunca he sido mucho de salir de fiesta. O eso creía. Con dieciséis años empecé a salir de  noche. No me sentía cómoda con el ambiente, ni con las amistades que tenía en aquél  entonces. Como la mayoría de adolescentes, quería encajar con el grupo (un grupo de mierda,  para qué mentirnos).  

La líder del grupo era una chica muy popular, guapa, con una familia aparentemente perfecta y  adinerada (aparentemente, porque nada más lejos de la realidad…) y con muchos problemas  de autoestima. Para contrarrestar sus miedos, hacía todo lo posible por humillar al resto y  aumentar su falso ego. El resto de integrantes del grupo no era muy diferente al vuestro. Yo  era la mascota. El miedo a ser rechazada me hacía aceptar cualquier situación. Era la gorda  graciosa. La que escuchaba los problemas de todas pero no contaba los suyos a nadie. La que  sabía todos los secretos del resto pero nadie conocía los míos. 

Cuando llegó la época de salir de fiesta, seguí la corriente.  

No escuchaba la música que salía en el momento, no entendía ni sabía leer bien el ambiente.  Yo era de escuchar música alternativa. No es que critique el reggaetón, era una gran fanática  del Disco de Reggaeton 1 y sus videoclips, lo escuchaba y lo veía en mi PlayStation 2. Pero me  había desvinculado de esa música sin mucho mensaje después de que a mi madre le  detectaran cáncer. Me refugié en el rap, en canciones con un mensaje positivo, de lucha de  clases, de reflexión. Me aprendía las letras y las escribía como terapia. Estar en lugares con  otro tipo de música me agobiaba porque me sentía demasiado fuera del tiesto. 

Tampoco sabía cómo tenía que vestir. Me gustaba usar chándal o pantalones anchos. Mis  bambas anchas, camiseta básica de color negro, cinturón de tachuelas y tejanos anchos. Ah, y  mis aros, esos que nunca faltaran. Ese era mi outfit de confianza. Salir de fiesta suponía ir a  comprar ropa para que me dejaran entrar a los locales. Comprar ropa con dinero que no tenía.  Ahorrar durante semanas los cinco euros que me daba mi yaya para comprar ropa que no  quería ponerme. Obviamente lo mismo para poder pagar la entrada y el alcohol.  

Pero no tenía la suficiente confianza, ni personalidad como para no salir aunque no quisiera. ¿Y  si me daban de lado en el grupo? ¿Qué sería de mí si ellas no me hablaban? ¿Cómo  sobreviviría ante el escarnio constante del grupito? Ya me había revelado alguna vez ante ellas  y no había salido bien. No sé cómo lo hacían pero conseguían que todo el curso dejara de  hablarme y yo lo último que quería era ser aún más invisible. Así que salía. Salía hasta casi  perder el conocimiento. 

La primera vez que salí bebí tanto Vodka del Mercadona de 3€ que creo que me hice un  agujero negro en el estómago. No recuerdo nada de la noche más que salir de casa, llegar al  parque, empezar a beber y teletransportarme ya a la discoteca. Tengo algunos flashes de estar  dentro pero no sabía ni qué hacía. Y esto se repetía cada fin de semana. Fue una época muy  amarga. Tenía lástima de mí misma porque era consciente de que debía ser una etapa  memorable en mi vida. Joder, tenía dieciséis años. Hasta cumplir los dieciocho. 

Con dieciocho años aproveché la universidad para desvincularme de aquél grupo tóxico. Me fui  todo lo lejos que me permitían mis posibilidades. Conocí gente nueva, me reinventé, empecé a sentirme yo misma. Me sentía pletórica. Feliz. La primera vez en mi vida que no quería que  acabara el día.  

Gracias a ello, empecé a moverme con un grupo que a día de hoy son mis mejores amigos y  amigas. Gente de mi barrio pero de otro colegio. Gente de verdad.  

Al principio me costaba sentirme parte del grupo. Yo era “un champiñón” que había nacido de  la nada, el resto se conocía desde los tres años. Pero eso no fue un impedimento, me  acogieron como si fuera una más. Creo que, en cierta manera, por eso les quiero tanto a día de  hoy. Aparte de todo lo que hemos ido construyendo y viviendo durante ya diez años, el hecho  de no juzgarme y acogerme, para mí fue el mayor de los regalos. 

A día de hoy, me encanta salir de fiesta. Antes de la dicho pandemia no he conocido un grupo  más épico que el mío. Salir de fiesta y acabar en la lucha libre mientras nos tiraban tequila por  la cabeza. Acabar con Luke Skywalker. Dúos memorables en el karaoke con señores de setenta  años. Piscinas hinchables a las ocho de la mañana bebiendo calimocho. Discotecas con música  otaku. En fin, la vida.  

Lo que para mi yo adolescente era una obligación y un martirio por el grupo con el que me  juntaba, acabó convirtiéndose en mi yo adulta en la actividad más esperada de la semana por  mi grupo actual de amigos y amigas.  

Nunca sabemos qué nos depara el futuro. 

GRIS