[Texto reescrito por una colaboradora a partir de un testimonio real]

Conocí a mi amante cuando mi marido y yo llevábamos ocho años casados. Fue en el trabajo, un cliente habitual al que yo tenía que atender de forma regular en la oficina, y que me fue conquistando poco a poco. Primero con amabilidad, luego con interés y, al final, con intimidad.

Comenzamos a hablar por WhatsApp hasta que tuvimos la primera conversación subida de tono. Supe que no estaba bien, pero también que aquella infidelidad emocional era la antesala de algo físico que ya no quería rehuir por más tiempo.

Hasta entonces me había frenado el respeto que le debía a mi marido, los años de amor y la familia que habíamos construido. Pero las reticencias se disiparon en favor de argumentos de los que yo misma me quise convencerme: que no era para tanto, que tenía derecho a disfrutar de mi sexualidad, que aún era joven y que con mi marido la fogosidad se había apagado hacía mucho.

 

Sexo furtivo

He de decir que, la primera vez que estuve con él, satisfizo mis expectativas. No fue un polvo triste que me dejara hecha mierda por la culpa, ni mucho menos. Nos teníamos ganas y saltaron chispas. Lo disfrutamos, así que quisimos más. Los dos teníamos claro lo que era aquello y lo aceptábamos.

Repetimos muchas más veces y, de repente, me vi en un círculo de mentiras, medias verdades y excusas para salir al encuentro de mi amante. Es algo que desgasta mucho emocionalmente de por sí, pero la vida me tenía guardado un giro de guion para que me estrujara aún más los sesos.

Analizando mi actitud, me di cuenta de que todo aquello me resultaba familiar y comenzaron a cuadrarme algunas cosas. Las veces que yo le dije que iba a tomar café con una compañera de trabajo por las que él me dijo que salía a jugar al fútbol con sus amigos. Las que yo le dije que necesitaba alguna prenda de ropa por las que él me anunció que tenía que quedarse trabajando hasta más tarde.

 

En su momento, cuando yo era ajena a las estrategias del infiel, me extrañó alguna cosa. ¿Desde cuándo hacía él horas extra? ¿Cuánto hacía que no hacía más deporte que salir a caminar o correr muy de vez en cuando? Quizás, si mi marido me hubiera generado algún interés, me habría dado cuenta antes.

Porque, además de las mentiras, era la actitud. Sobre todo, el distanciamiento y la indiferencia entre los dos, los ratos chateando por el móvil para enfrascarnos en nuestros propios mundos lejanos, a pesar de estar en el mismo salón.

Sí, todo apuntaba a que mi marido también me estaba siendo infiel desde hacía meses. Ya no había muestras de cariño, menos aún sexo, porque otras personas estaban centrando un deseo que nos debíamos el uno al otro. Pero que ya no nos despertábamos.

“He estado haciendo lo mismo”

El día después de una de mis escapadas, no pude más y enfrenté a mi marido. Ya había hecho algunas pesquisas para terminar de confirmar mis sospechas, así que le dije que lo sabía todo. Se quedó lívido, pero yo no le di opción a que me lo negara. Insistí en que sabía que llevaba meses viéndose con otra mujer, que se había estado inventando planes y excusas para quedar con ella, y que el enfriamiento de nuestra relación aún lo hacía más evidente. De la manera que lo planteé, no pudo mas que reconocerlo.

—¿Y sabes por qué lo sé? Porque yo he estado haciendo lo mismo.

De inicio, nos enfrascamos en una discusión llena de reproches tras mi confesión. Luego ya, más calmados, convenimos que era evidente que lo nuestro estaba roto y que era mejor separarse. Después de todo el daño que nos habíamos hecho, lo mínimo que podíamos hacer era comprometernos a dejar que el otro fuera feliz y alcanzar una relación cordial, aunque fuera. Por el bien de nuestros hijos y por el cariño que aún nos tuviéramos.

Pensaréis que esto fue una dosis de karma instantáneo y con carácter retroactivo. Puede ser, pero, sinceramente, agradecí saberlo. En primer lugar, porque atenuó mi propia culpa. Lo que yo hacía no estaba bien, pero, probablemente, si mi marido no hubiera andado antes dándole su calor a otra, lo nuestro no se habría enfriado como lo hizo.

No me descargo de responsabilidades, está claro que yo tampoco trabajé lo suficiente en el matrimonio, ni siquiera antes de ser infiel. Pero nuestros idilios extramaritales también cumplieron su función: acabar de romper algo que hacía tiempo debía estar terminado. Supusieron el punto de inflexión, aquello que nos ayudó a tomar acción y dejar de ponernos interiormente excusas para no separarnos: que si la casa, los niños, los años, las familias, los amigos y, sobre todo, la estabilidad y la seguridad.

Nada de eso sirve cuando quieres a alguien, pero no lo amas. Y, lo que tuvisteis, ya no se puede recuperar.

Anónimo