La convivencia, de por sí, es difícil. Pero, si te lanzas al poco de conocer a la otra persona, compras todos los tickets para que te toque una ruptura precipitada y traumática… o no. Al empezar con alguien, las ganas incontenibles de estar con él/ella te harán pensar en coger todos tus bártulos y llevártelos a su casa, o al revés. Ante esa tesitura, hay varias posturas: esperar a conocerlo mejor para minimizar los riesgos, o liarte la manta a la cabeza porque solo se vive una vez.

Pese a lo que pueda parecer leyendo eso de convivir al mes, yo quiero pensar que tiré por el camino de en medio. Os cuento cómo.

Convivencia por sorpresa

Me considero afortunada. Creo que hay que invertir mucho tiempo para hacer que una relación funcione, y eso contando con que de inicio haya química y complicidad. Si al principio te cuadra, no cantes victoria: aún tenéis que estar en sintonía en valores, visión de futuro y estilo de vida. Lo que es muy muy difícil.

Nos conocimos en una app de citas donde ya habíamos cosechado muchos sinsabores. Tanto con intenciones románticas como meramente sexuales las cosas no nos habían ido muy bien. Así que, cuando quedamos, ninguno de los dos andaba con altas expectativas. Quizás por eso la primera cita salió tan bien, porque no había esfuerzos por deslumbrar ni ansias por que funcionara. Por eso y porque conectamos, claro.

Casi puedo hablar de flechazo, porque me gustó todo de él: su conversación, su manera de hablar, su sentido del humor, su risa y hasta su estilo al vestir. A él también le pasó conmigo. Tan bien fue que quedamos al día siguiente. Y al otro, y al otro y tantos como pudimos, así que en pocos días nos enamoramos hasta el tuétano. Yo creo que fue tanto por las cualidades del otro como por la idea que nos hicimos de los dos juntos: es tan difícil que vaya bien que, cuando va bien, te fidelizas al proyecto común.

El estado de enamoramiento crónico se juntó con que rondábamos la treintena y queríamos tener independencia y solvencia para afrontar gastos. Así que, poco más de un mes después de aquella primera cita, decidimos irnos a vivir juntos.

Os podéis imaginar la reacción de nuestros familiares y amigos: que dónde íbamos, que se nos había ido la olla, que no nos conocíamos de nada, que por qué tanta prisa… Aunque muchas advertencias y consejos tenían buen fondo y fundamento, decidimos confiar en nosotros.

Un año después, seguimos viviendo juntos felices y enamorados. De manera muy fluida, pero con mucha voluntad, hemos alcanzado una convivencia en equilibrio. Ninguno de los dos está dispuesto a dar menos que el otro e, igual de importante, nos lo pasamos bien juntos. Nos encanta estar juntos.

Poco tiempo, mucha meditación

No os creáis que fue cuestión de suerte, ¿eh? Ya he dicho que me considero afortunada, pero aquí no se hicieron las cosas a tontas y a locas por un mero arrebato, por impulso o por las calenturas. No. De todo aquello, yo aprendí algo: no es importante cuándo, sino cómo.

Una cosa es poco tiempo y otro urgencia y precipitación. Fue poco tiempo porque nos acabábamos de conocer, sí, pero no nos precipitamos. Desde la primera vez que salió el tema, todo lo que hicimos fue meditar y preparar el terreno.

mudanza en pareja

Lo primero estaba claro: queríamos una relación seria y en exclusiva. Y los dos queríamos vivir juntos a partes iguales, no hubo uno que coaccionara y otro que se sintiera presionado.

También hablamos del futuro: ¿qué queríamos? ¿Qué idea de familia teníamos? ¿Cuáles eran los proyectos individuales a largo plazo y cómo los podríamos encajar? Incluso las cuestiones económicas se abordaron, y estuvimos de acuerdo en que cada cual conservaría sus cuentas por separado, y tendríamos una común a la que aportaríamos de forma proporcional a nuestros salarios.

Meditamos lo que supondría que yo me mudara a su piso en materia de distancias hasta mi trabajo y transporte, o si era conveniente buscar otra opción. Hablamos sobre el modo en que llevaríamos adelante las tareas domésticas y los cuidados del hogar.

Solo cuando tuvimos claro cómo hacerlo se lo contamos a nuestras familias, algo que ambos considerábamos necesario. Ya nos habíamos hablado de los miembros más cercanos, ahora faltaba conocerlos y hacerlos partícipes en su justa medida. Así que, una vez puestos al día de la situación, se hicieron las presentaciones.

No consideramos que fuéramos impulsivos, sino prácticos. Estábamos en un momento adecuado en lo personal, y queríamos aprovechar la buena sintonía que habíamos alcanzado desde el principio para seguir cuidando nuestra bonita relación. ¿Qué podía salir mal? De momento, nada ha salido mal.

 

[Texto reescrito por una colaborada a partir de un testimonio real]