Llevaba varios años con mi (ahora ex) novio y todo parecía ir genial entre nosotros. Hasta que defraudé sus expectativas e incluso llegó a sentirse traicionado por mí recientemente, cuando le comuniqué que no votaría al partido político al cual pertenece.  Os cuento con detalle:

Él siempre estuvo muy comprometido con la política y esa era una de las cosas en las que éramos más distintos, pero nos respetábamos mutuamente en nuestras posiciones: siempre se había mostrado como un fiel votante, pendiente de las campañas, debates y noticias políticas.  Estaba muy convencido de la necesidad de participar y de involucrarse para mejorar nuestras vidas.

Yo siempre fui más descreída en este sentido, crítica, escéptica o más “pasota”, llamadlo como queráis.  Es cierto que ambos compartíamos la misma línea ideológica y yo siempre había acabado votando en las elecciones, pero casi siempre azuzada por el “miedo” a “los otros” ejerciendo un voto útil más que un voto convencido.

 

 

En los últimos años, además, todo esto fue aumentando.  Yo sentía que nadie me representaba, que no creía absolutamente en ninguno.  Estaba ya totalmente desengañada. Todo esto él y yo lo íbamos hablando, con naturalidad, en el día a día como todas las parejas. Y, viendo encima las elecciones, comentábamos nuestros pensamientos una vez más.

Él sabía a quién iba a votar y a mí me parecía perfecto.  Yo no compartía sus ideas.  No tenía ni idea de qué haría esta vez.  Al ser tan reacia, necesitaba aún reflexionar e informarme bien del programa de muchos de los partidos.  Me planteaba, por primera vez, NO ACUDIR A VOTAR. Pero esa era mi última opción y quería sopesar bien todas las posibilidades.

Lo que sí tenía claro, Y SE LO HABÍA COMENTADO ABIERTAMENTE A MI PAREJA, era a los que seguro NO iba a votar: mis dudas no eran tales con respecto a unos cuantos.

 

 

No coincidiría, pues, con el voto de mi novio al ser el suyo hacia uno de los partidos que yo tenía claro que tenía descartados.  Y él, aparentemente, lo aceptó con respeto.  Aunque alguna pullita llegó a soltar, convencido de que “los suyos” eran la solución a todos los problemas.

Él tenía una conocida que estaba muy metida en ese partido santo de su devoción. Cuando llegaban las campañas electorales, ella lo acosaba a llamadas con el deseo de reclutarle en su causa. Yo sabía que incluso había llegado a acompañarla a algún acto especial de este. Me parecía bien y consecuente con su manera de pensar.

Y un día… llegó la sorpresa. Mi novio llegó, sonriente e ilusionado después de una de esas reuniones, contándome que no solo se había afiliado con ellos sino que iba a formar parte de la agrupación de una manera muy pública y activa.  Estaba feliz y lo celebramos juntos.

 

 

No sé si mi alegría por él le confundió.  A mí lógicamente no me hacía ninguna ilusión, pero me encantaba verle ilusionado a él. Yo me mostré contenta porque lo veía pletórico e implicado en una motivación nueva que le estimulaba. No porque, por acto de magia, por entrar él en esa formación yo ya me hubiera iluminado y una fe en ellos se hubiera apoderado de mí.

Iba a ser que no. Él sabía que ese ahora su partido era uno de los pocos a los que seguro que no iba a dar mi voto. No sé qué extraño razonamiento le hizo creer que eso haría iba a ser diferente.  Bueno, si lo sé, porque me lo explicó cuando saltó la liebre, a un par de semanas de las elecciones:

Él me iba contando sus anécdotas derivadas de su implicación con ellos, en plena campaña.

Y como teníamos planificadas unas pequeñas vacaciones juntos a final de julio, justo en la fecha del fin de semana de las elecciones, un día trajo las papeletas correspondientes para nuestros dos votos por correo.

Papeletas, claro, con votos para su partido político.

Me quedé como una estatua, de primeras. No me esperaba esa situación. No me esperaba que, valga la redundancia, esperase mi voto.  Y mucho menos que me lo trajera directamente sin consultar primero.

 

 

Se supone que el voto es secreto, ¿no? Se me llegó a pasar por la cabeza coger las papeletas, sonreírle, agradecerle el detalle y luego enviar en mi sobre el que me diera la gana, sin que él lo supiese ni darle explicaciones.

Pero sentía como si le fuese infiel al hacer algo así. Al fin y al cabo, le estaría mintiendo o, como mínimo, omitiendo la verdad que es prácticamente lo mismo.

Por otro lado, sentía muchísima rabia porque ese tema no pudiese quedar para mi intimidad y esfera privada si así lo hacía.  Sea como fuera, si no quería “engañarle”, debía darle alguna explicación o, con mi silencio, estaría otorgando. Me sentí atrapada. Y decidí hablarle con sinceridad.

 

 

Le recordé que, desde el principio, no quería votar a su partido. Que no había cambiado de idea por estar él dentro ahora, aunque me alegraba de que él se sintiese apasionado y me alegraría de todos sus éxitos.  Pero yo lo tenía muy claro.

Él se lo tomó de manera bastante personal: primero no podía creérselo. Realmente había dado por hecho que, al estar él, ahora les votaría o, mejor dicho, LE VOTARÍA a él. Se lo intenté explicar con bastante calma: que EN ÉL creía, pero en su formación, no. Lo sentía.  No podía evitar no tener ninguna fe en ellos ni podía tenerla, aunque quisiera.  Me hubiera dolido mucho y sentido mucha traición hacia mi misma entregar su papeletas en ese sobre.

Él no ocultó su disgusto.  Decía que no podía creer cómo algo que no solo nos podía beneficiar a todos (pues la suya era LA ÚNICA opción para que nuestro país no se fuera al garete) sino a él mismo directamente, no fuera a apoyarlo.

 

 

Intentó gestionar esto, pero a partir de entonces lo empecé a notar frío y distante conmigo.  Yo me sentía mal e incluso me empecé a plantear cambiar mi decisión, pero ni siquiera me dio tiempo.

Una noche en la que el plan era salir a cenar, me recogió en la puerta de mi casa y me propuso dar un paseo nocturno.  Me extrañó, dada la hora que era, pero acepté.

Y ahí fue cuando me soltó la bomba: no podía seguir conmigo. Le dolía demasiado mi pensamiento y no conseguía superarlo por más que lo había intentado.  Su resentimiento y sensación de haber sido traicionado o no apoyado habían podido más.

Fue muy triste terminar de esa manera, pero así de fácil fue. A mí me dolió tanto esa actitud conmigo y me hizo sentir tan sumamente mal esa falta de respeto a mis propias creencias, a mi individualidad, que no quise luchar en absoluto.

Le di la razón y, con mucha tristeza por parte de ambos, nos despedimos para siempre. Parecía mentira después de tanto tiempo juntos, tantas vivencias y tanto amor, pero algo entre nosotros se había roto para siempre.

Desde entonces, no hemos vuelto a tener contacto. Espero que le vaya bien en sus nuevos proyectos políticos, pero -a pesar de estar triste aún y seguir echándolo de menos- yo me siento mejor sabiendo que soy libre y seguiré siendo fiel y votándome únicamente a mí misma.

 

Relato escrito por una colaboradora basado en una historia real