«Me has robado los puntos». La historia de cómo una erasmus me gritó en público

Muchas de nosotras nos hemos ido de Erasmus y sabemos todo lo que eso implica: papeleo engorroso, que tu muro de Facebook se convierta en un anuncio de Benetton, que pongan La Macarena en una discoteca y descubrir que los únicos que no se saben el baile son los españoles… Es una experiencia única y hay que disfrutarla al máximo, pero bueno, un poquito también hay que estudiar que para eso es la beca. Por eso, aunque odio los clichés, no soporto cuando se despendolan tanto que se les olvida casi para qué han venido, pero exigen que se les regale la nota. Cuando yo me fui ni mis amigos ni yo éramos así, la verdad, pero sí vi uno de esos casos a mi vuelta a España. 

Era una alemana en Sevilla. Lo anuncio así para que se entienda que la muchacha estaba flipando en colores en el shock cultural y climático. Como buena erasmus se la veía sociable y quería practicar el español todo el tiempo, así que cuando la profesora ―que no podía ser más Rottenmeier― anunció que en el trabajo final de la asignatura debía haber mínimo una alumna erasmus (para favorecer la integración), mi grupo se fue flechada a por la alemana guay. 

Acordamos el reparto de tareas, las fechas de reunión para las puestas en común… de todo, y la chica parecía conforme. Ninguna de las españolas hablábamos alemán, pero si no nos entendía, pasábamos al francés, que era la segunda lengua de todas las presentes. De manera que quedó ningún cabo suelto y nuestra querida fräulein tenía nuestros mails y estaba en el grupo de WhatsApp. ¿Qué podía salir mal? 

La fecha límite de entrega se iba acercando y todas aportábamos nuestro granito de arena… todas menos la chica alemana. Había pasado de ser ultraparticipativa en clase a no venir apenas y, cuando lo hacía, venía resacosa y nos daba largas de que sí, que estaba avanzando en su parte. A mí empezó a darme mala espina y, sí, llegó el día de maquetar todo el trabajo y la tía no se había presentado a ninguna de las quedadas ni nos contestaba a los mensajes. En vista de lo ocurrido, pensamos que quizá hubiera abandonado la asignatura, así que entregamos el trabajo a la profesora y la pusimos al tanto del mamoneo que se traía. Esta se limitó a decir que evaluaría a las que constábamos en la portada. La alemana, que ya no nos parecía tan guay, seguía sin aparecer.

Una semana después nos tocó exponer delante de toda la clase. Aquel día la alemana cruzó la puerta sonriente y ajena al marronazo que nos había endiñado. Se nos acerca como si nada y nos dice que trae hecha su parte y que lo unamos antes de entregarlo a profesora. Le explicamos que, al no darnos señales de vida tras varios intentos, dedujimos que se la soplaba el trabajo y nosotras y la nota que pudiera ponerle la Rotternmeier y que los cuentos a los Hermanos Grimm, que ya nos había calentado la cabeza bastante. Se lo dijimos con más tacto, claro, y también que íbamos a hacer la presentación sin ella, que hablara con la profesora para evaluarla de otra manera. 

Mientras abríamos el PowerPoint de la presentación, la tipa empezó a sacar sus cosas de la mochila con una notoria pasivo-agresividad, que yo no sé cómo no se le reventó algún boli dentro del estuche tras semejante chochazo contra la mesa. Nos miraba con odio y no entendíamos por qué, ¿de verdad pretendía aprobar una asignatura por la cara? Si al menos lo que nos había traído hubiera sido lo que le correspondía…

En tal estado de nerviosismo, procedimos a jugarnos la nota. Al acabar la exposición era obligatorio ofrecer un turno de preguntas para los compañeros y fue entonces cuando la alemana dejó atrás las sutilezas para atacarnos directamente:

“Me has robado los puntos, me has robado los puntos”, gritaba compulsivamente señalándome A MÍ, en concreto. ¿Qué puntos? ¿Los de la tarjeta del Carrefour?

Todo el mundo se quedó boquiabierto incluida la profesora siesa. “Vosotras, vosotras me quitáis del trabajo y me robáis los puntos”. Ay mamá, yo no sabía dónde meterme. ¡Se refería a los créditos de la asignatura! Intentamos dialogar con ella, sí, EN MITAD DE LA EXPOSICIÓN. Siendo testigos del percal, algunos compañeros trataron de apaciguarla, pero no se salvó ni Perry de sus gritos. La profesora acabó recogiendo sus cosas y se piró cagando leches porque no quería inmiscuirse. 

La clase había terminado hacía rato, pero la alemana nos taponaba la salida tipo Gandalf culpándonos, infatigablemente y en una amplia variedad de idiomas, de que iba a suspender por nuestra culpa. Dialogar con ella era como darse contra lo que queda del muro de Berlín, así que no le veíamos fin al asunto. Como caída del cielo, apareció una limpiadora para salvarnos el culo. Era originaria de algún país de Europa del este, pero se veía que llevaba afincada algún tiempo en Andalucía porque dominaba perfectamente el idioma: “Si tú no mueve de aquí ahora y deja tranquila a las ninias yo llamo a mi jefa. No dejas fregar suelo.” La alemana, perpleja, intentó replicarle a lo que la limpiadora le soltó algo así como: “Mu bien, hija, po cuéntaselo a tu madre, a mí déjame limpiar el suelo, conio”.  

Un monumento más grande que la Giralda le habría puesto yo a esa señora. La alemana pareció reaccionar ante aquella dosis de realidad y farfullando, aún iracunda, se llevó su cabreo a otra parte. 

 

Ele Mandarina