Dejé de comer para perder peso

 

Nunca me he gustado. Tampoco les gusté a quienes me trajeron al mundo y raramente a mis compañeros de colegio, de modo que supongo que crecí siendo una niña triste.

Cuando me miraba al espejo, no encontraba nada que me atrajera. Tal vez mis ojos, pero era un rasgo empequeñecido si teníamos en cuenta todo lo demás. De pequeña fui una niña delgada, no excesivamente, digamos que algo correcto y normativo, lo justo para que no se metieran conmigo por mi peso y pasaran a otras cosas. El problema es que un metabolismo nunca es estable, menos cuando suceden acontecimientos horribles que escapan a tu control y llega la tan temida ansiedad y la depresión. Chicas, os lo resumiré: engordé. Engordé muchísimo, cosa que se me notaba aún más porque de estatura soy un auténtico taponcete. 

Por aquella época yo me encontraba estudiando en la universidad, y aunque trataba de focalizarme en unos estudios que me entusiasmaban, la ansiedad, los malos recuerdos y, en especial, mi novio de aquel entonces no ayudó nada. Os describiré a ese personaje en pocas palabras: baboso, gordófobo, victimista y, al final de nuestra relación, maltratador y violador. Entre nosotros nunca hubo amor, solo una espiral adictiva de toxicidad. Era tan potente su veneno que yo no podía huir, al menos hasta que hizo lo más terrible que podía hacerme. 

Pero en cuanto a mi peso, se pasaba la vida cuestionándome ante los demás si me veía cometer alguna atrocidad como merendar: «Claro, qué vas a estar tú haciendo, sino comer». Me tragué las lágrimas junto a mi bocadillo y sus muchos comentarios sobre otras chicas y su figura, que hacían cada vez más y más mella en mí. Una vez, empezamos a discutir y le reclamé todas sus promesas en falso, y él, para excusarse, me gritó: «¡Y tú me prometiste que adelgazarías!».

Juro, amigas, que tendré esa frase grabada en mi cabeza hasta el día en que me muera. 

 

¿Qué hice? Lo podéis ver en el título: dejé de comer. Cada día, cada mísero día pasaba hambre, pero me tragaba mi angustia con agua e infusiones y me decía a mí misma que eso era lo correcto, que de ese modo yo podría quererme a mí misma. 

No, no me amé cuando adelgacé 5, ni 10, ni 16 kilos, pero yo seguía convencida de que el problema era mi cuerpo.

Pasaron las vacaciones de verano y recibí muchos halagos sobre mi apariencia, cosa que me gustó, aunque no le conté a nadie el método para conseguirlo. Todo eran caras agradables, mi novio estaba en éxtasis porque por fin podía «lucirme» sin vergüenza… con una excepción. Un amigo mutuo se acercó a mí, y sin hacer falta nada más, solo me preguntó: «¿Estás bien?». Su rostro de angustia fue el mío, y comprendí que, si llevaba mi peso en secreto, era porque resultaba un problema. Me estaba maltratando. 

Tardé años en sentirme a gusto con mi peso, con sus fluctuaciones naturales. ¿Me arrepiento de lo que hice? Sí y no. Sí porque jamás debemos maltratarnos de ese modo, y no porque, en la experiencia vivida, ahora sé que, primero, tengo que quererme a mí misma.

Ega