Innovar en los juegos de cama está bien. Es algo que da morbo y que, cuando se ve desde fuera, parece bastante excitante. Quizás hay parejas que practican estas alegorías al principio, con toda la fogosidad de los inicios, con el ímpetu de los primeros encuentros. En mi caso, fue todo lo contrario.

Después de bastantes años casada, acostumbrada al sexo de colchón y con la premisa de no hacer ruido por los niños, he de confesar que los encuentros carnales con mi marido se fueron convirtiendo en rutina. No digo que no me gustase. En fin, está bien, pero era algo frío, algo soso, como quien va a practicar deporte sin ganas, solo porque siente que es lo que toca y porque, en el fondo, entiende que es bueno para su salud.

Con el tiempo, fui perdiendo las ganas. También me di cuenta de que mi marido no tenía demasiado interés. Es decir, nos daba pereza porque, aunque era algo que después nos hacía disfrutar, había perdido su encanto. Como comer tu comida favorita cada día, pero sin sal, hasta que llega un punto en el que la aborreces.

Y no, no estaba dispuesta a eso. No estaba dispuesta a acartonarme y a no disfrutar de lo que tenía a mi lado. Tampoco quería que eso nos alejase como pareja. Así que pensé en un plan.

Decidí que el próximo fin de semana dejaría a los niños con mis suegros y le prepararía una sorpresa a mi marido. Podríamos habernos quedado en casa, pero me apetecía que todo lo que nos rodease aquella noche fuese diferente. Reservé una habitación en un hotel con encanto a las afueras de la ciudad y mesa en su restaurante. Esa iba a ser nuestra noche, la noche para recuperar la pasión por la vida y por nosotros mismos.

La verdad es que al principio me costó arrancar. Toda la semana con el trabajo, la casa, los niños… Lo que más me apetecía era tumbarme en el sofá a ver series hasta que llegase el lunes. Pero no dejé que la pereza pudiese conmigo. Así que preparé la maleta y esperé a que mi marido llegase.

La idea le sorprendió, aunque al principio no parecía demasiado entusiasmado. También estaba cansado de la semana y no entendía demasiado bien cuáles eran mis pretensiones. Pero al final accedió, así que fuimos al hotel.

La cena fue una delicia. Tomamos vino, aunque ya apenas estamos acostumbrados a beber. La comida estaba deliciosa, el ambiente era agradable y estábamos solos los dos. Hacía mucho tiempo que no hacíamos algo así.

Después de cenar, nos tomamos un par de gin-tonics y cuando empecé a notar que la sangre se me alteraba pensando en lo que iba a continuación, lo arrastré hacia la habitación.

Me había llevado mis tacones más altos y un conjunto de encaje que me ponía antes de tener a los niños. Aún me valía y me sentía sexy y poderosa. Empezamos con los preliminares y cuando íbamos a pasar a la acción, justo cuando él me iba a tirar sobre la cama, se me ocurrió una idea genial. No hacía más de una semana había visto en una serie cómo una pareja lo hacía sobre una silla. Me pareció excitante y como estaba un poco achispada, tuve el valor de proponérselo.

Aquella silla no se veía muy maciza, pero lo suficiente como para aguantar un poco de peso. Así que lo senté, me senté encima y empecé a moverme como una loca. A pesar de que hacerlo así me ponía, era terriblemente incómodo. La silla se movía con cada sacudida y parecía que íbamos a volcar en cualquier momento. Mi marido intentaba mantener la silla en su lugar y todo parecía ir bien. Así que seguí pensando que le habíamos cogido el tranquillo.

Cuando estaba en el punto álgido, algo crujió. Sentí cómo mi marido caía hacia un lado y que, sorprendido por la caída, me lanzaba hacia el lado contrario.

No me lo esperaba y no supe reaccionar. Caí al suelo de lado, no recuerdo si me golpeé con algo por el camino. Solo sé que el costado empezó a dolerme muchísimo, hasta el punto de que se me saltaron las lágrimas. Os podéis imaginar el cuadro.

Mi marido se vistió y como pudo me ayudó a vestirme porque yo casi no me podía mover. Estaba dolorida, asustada y algo bebida.

Pedimos un taxi para ir a urgencias y al llegar no sabía cómo explicar al médico cómo me había caído. Le dije que me resbalé de lado, pero parecía no creerme y yo me moría de la vergüenza.

En ese momento prefería que pensase que me había caído por estar borracha a que supiese que había sido por practicar posturas extrañas sobre una silla en la habitación de un hotel. Que no tiene nada de malo, pero me daba vergüenza reconocer que había liado todo aquello porque me aburría en la cama.

No fue la mejor experiencia de mi vida, pero reconozco que, cuando se nos pasó el susto, mi marido y yo nos reímos bastante. Habíamos olvidado que tener una pareja también es hacer un poco el canelo. Tener fantasías, hacer alguna locura entre las sábanas y cultivar esa complicidad que nunca debimos haber perdido. Después de aquello hemos cambiado nuestros hábitos sexuales, si bien tenemos más cuidado al escoger el escenario y las posturas, porque disfrutar de nuestra sexualidad es muy importante, pero no hasta el punto de jugarnos la vida para conseguirlo.

Lulú Gala