Clubes de lectura. Rutas por el monte. Cursos de pintura a la acuarela. O, lo que es peor, clases de bachata. Cuando somos pequeñas, conocer a gente nueva es algo que hacemos casi de manera automática. Un acto que se produce por sí mismo, que no requiere de nuestra atención, que es como respirar o como mover una pierna después de otra. No nos estresa, no nos preocupa, no lo vemos como un check en la lista de checks (comprar leche, lavarme el pelo, conocer a gente nueva).

Cuando pasas de los 35 (de los 30, incluso) y no tienes pareja ni hijos, ni siquiera un perro dócil y cariñoso, cuando tu compañía se reduce a un cactus al que, sin saber cómo, también te las has arreglado para matar, ampliar tu círculo de amistades se convierte en un objetivo vital. Y es ahí, en ese momento crucial en el que hacer amigas nuevas pasa a ser una necesidad, cuando comienzan las malas decisiones.

Porque cualquier medio se justifica si el fin es tener alguien con quien tomarte unas cañas. Los medios están tan justificados que dejas de ser tú.

amigas foto

“Pues nada, nena, al final me he apuntado a clases de bailes de salón”,  me confesó una de mis mejores amigas hace unas semanas. Tras la indignación infantil inicial (¿Es que mi amistad no es suficiente?), no puede evitar carcajearme.

“Bailes de salón”, una expresión que suena a muchos hombres elegantes y guapísimos vestidos con trajes de Armani que se turnan por bailar contigo y ejecutan movimientos gráciles, que casi parece que vuelan, se refiere en realidad a personas sudorosas que aprovechan la mínima para arrimar cebolleta y a tíos que colocan su mano en una zona cada vez más baja de tu espalda “porque es lo que el baile pide”.

Mi amiga, una persona con tan poco ritmo y coordinación como yo y con las mismas pocas ganas de aguantar a babosos, se apuntaba ahora a aprender salsa, bachata, merengue, y yo me la imagino de tardeo en un bar rodeada de divorciados de más de 50 que se dan empujones para ser el próximo en violar su espacio de seguridad y echarle el aliento salsero en la cara.

pareja baile

Pero esto no es lo peor. Otras amigas, cansadas de que nos contemos las mismas historias una y otra vez, están buscando carne fresca en rutas de domingo por el monte. Un monte, el que rodea a nuestra ciudad, que no es precisamente como las montañas suizas. Se levantan ridículamente temprano en el día del Señor, se colocan el conjunto apretado color pastel que se compraron en Oysho en las últimas rebajas y caminan durante horas entre pinos y botellas de Lanjarón y trozos de bocadillo abandonados en el monte por gente guarra. Cuando caen en la cuenta de que sus compañeros de caminata son siempre parejas felices, se abandonan de nuevo a los domingos de Netflix.

Otras han probado con clases de ganchillo. Algunas más, con clubes de debates literarios en los que la gente se expresa con demasiados adjetivos.

Dios, ¿es todo esto necesario? ¿Qué pecado hemos cometido para tener que recurrir a actividades denigrantes que nada tienen que ver con nosotras?

Yo, de momento, prefiero ver a la gente de siempre. Ya veremos mañana.