Me pidió un tiempo y a mí me sirvió más que a él

 

El problema de salir con un psicópata narcisista (comúnmente conocido como vampiro emocional) es que no consigues darte cuenta de todo lo que está mal en la relación y de lo pequeñita que te hace sentir hasta que no consigues escapar de ella.

Por otro lado, una de las tácticas que emplean este tipo de personas para «engancharte» a ellos es hacerte creer que los estás perdiendo. Esa intranquilidad ante la pérdida (no sé qué pérdida porque esas personas nunca son «tuyas») hace que hagas lo que sea para mantenerlos a tu lado. Se hacen valer de tus inseguridades, utilizando su oscura empatía para acorralarte y hacerte sentir que sin ellos no eres nada y que estarás perdida si la relación se acaba.

Pero, en determinadas ocasiones, sus cálculos resultan ser erróneos y les sale el tiro por la culata.

No sé muy bien si yo fui demasiado lista o demasiado tonta en esta situación, no sé si es que él se creyó demasiado listo y falló en sus planes… O puede que simplemente fuera una serie de sucesión de acontecimientos aleatorios que me llevaron a ese desencadenante, pero la cuestión es que conseguí escapar y «solo» perdí siete meses de mi vida (aunque yo soy fiel creyente de que ninguna relación, por muy mala que sea, es una pérdida de tiempo, pues todo te enseña —siempre y cuando consigas salir de ella a tiempo—).

La cuestión es que (llamémosle) Víctor siempre recalcó que nosotros no éramos pareja, y esa fue su absurda estratagema para vincularme a él desde un primer momento: mis ansias por «validar» esa relación que se alargaba en el tiempo y ser lo «suficientemente buena» para que me presentara a su entorno como su novia y no como una simple amiga. Por eso mi primera reacción cuando me pidió ese famoso tiempo fue suspirar de alivio, ya que por fin me reconocía como su pareja (porque no le pides un tiempo a alguien que no es nada para ti, ¿verdad?).

Ahora bien, cuando alguien te pide un tiempo para pensar, la mayoría de veces no se le pasa por la cabeza que, durante ese mismo tiempo, la otra persona también va a disponer de ese lapsus temporal para hacer lo propio. 

Así que yo también me concedí ese tiempo. Y fue lo mejor que me pudo pasar.

Durante ese tiempo reevalué la relación y me di cuenta de varias cosas:

 

  • Nunca fui lo suficiente para él.

Cada vez que tenía la ocasión, Víctor recalcaba cuál era su prototipo de chica ideal (al menos físicamente hablando).

Le gustaban las chicas altas, delgadas y rubias, y daba la casualidad de que yo siempre he sido bajita, morena y gorda.

Cada vez que pasaba una chica por nuestro lado, me daba con el codo para llamar mi atención (como si fuera su colega) y me señalaba a la modelo de Victoria Secret que acababa de pasar diciendo: «¿Ves? Ese es el tipo de chica que a mí me gusta».

Y yo, en vez de mandarlo a tomar por culo, lloraba.

«Pero no te pongas así, tú eres mi bebé gordote».

Él sabía que odiaba que me llamaran bebé, y no solo me llamaba así, sino que añadía el calificativo final de “gordote”, sabiendo las inseguridades que me provocaba mi físico (inseguridades que él mismo alimentaba).

Al mismo tiempo, tampoco era lo suficientemente inteligente. Él, estudiante de Filosofía con un Ciclo Superior de Electrónica, menospreciaba mis conocimientos en muchas cosas que “debería saber” porque estaba estudiando una ingeniería, y me atacaba llamándome «señorita ingeniera» cuando me equivocaba en algo o lo desconocía. 

Me pidió un tiempo

  • Me maltrataba verbalmente y se burlaba de mi físico haciéndome bromas.

Además de utilizar ciertos sobrenombres que a mí me resultaban despectivos y me ridiculizaban excusándose en que eran broma, ciertos comportamientos y palabras suyas denotaban su falsa empatía o empatía oscura utilizada en mi contra.

Os narro diversos ejemplos:

  • En una ocasión me dijo algo así como que él sentía que yo era una pequeña, dulce e inocente florecilla en su mano y que con sólo cerrar el puño podría destruirme (ríete de todas las frases turbias de relaciones tóxicas que hayas leído en muchas novelas “románticas”, porque esta se lleva la palma).
  • Una vez que estábamos comiendo en casa de unos amigos suyos (porque me hizo apartarme de todos mis amigos por ser una “mala influencia” bajo su criterio), hicimos una barbacoa con perritos calientes. Al pegarle un mordisco a mi perrito, se me cayó un pegote de mayonesa en el escote y todos se rieron. Yo, que soy muy dada a las bromas subidas de tono, empecé a lamer la salchicha como si fuera… ya sabéis qué. Todos estallaron en risas menos él, todos se divertían hasta que él soltó: «¡Anda hija! A los hombres nos gustan putas en la cama y princesas en la calle, pero tú eres una guarra dentro y fuera de la cama».
  • En otro momento me apartó de un empujón cuando, mientras él estaba tumbado en la toalla tomando el sol en la piscina de unos amigos y yo me senté a horcajadas sobre él para darle un beso: «¿Es que eres gilipollas? ¡Sabes que tengo una hernia discal y vienes a echarme toooodo ese peso encima para darme un besito!» (Pero bien que no le molestaba que me sentara a horcajadas sobre él para follar).

 

  • Me forzaba a mantener relaciones con él y luego me tachaba de guarra.

Siempre que quedábamos había que follar. Siempre. Tuviera o no tuviera ganas.

Nunca he tenido problemas para lubricarme excepto con él, y pretendía arreglarlo con un lubricante para no tener que esforzarse en que me humedeciera.

Sus polvos consistían en 2 minutos de mete-saca hasta que se corría y fin.

Cuando le proponía ciertas opciones para mejorar la calidad de nuestro sexo (si es que a eso se le podía llamar sexo), me tachaba de guarra y decía que lo que a mí me gustaba es que me dieran duro. Entonces me ponía a cuatro patas, me la metía cuatro veces, me pegaba cuatro tortas en el culo y se corría. Fin.

  • Me hacía llorar cada vez que quedábamos.

Vale que yo siempre he sido una persona bastante sensible, y que esto se ha visto acentuado en los momentos en los que no lo he estado pasando bien psicológicamente; pero creo que, si cada vez que quedaba con él lloraba, ahí había un problema (y de los gordos).

«¡Ya estás llorando otra vez! ¡Si es que no se te puede decir nada!».

No se me podía decir nada, no. No se me podía tachar de idiota a diario, no se me podía insultar a diario, no se me podía recordar que no era lo suficiente para él cada vez que quedábamos, no se me podía tener insatisfecha sexualmente hablando y hacerme sentir culpable por buscar mi propio placer…

 

  • Se aprovechaba de mí.

Siempre tenía que llevar yo el coche porque él no tenía coche propio. Tenía que ir a recogerle, teníamos que ir a donde él quisiera ir a cenar porque yo no sabía elegir buenos sitios, tenía que llevarle hasta la puerta de su casa y, si a él se le antojaba, él tenía que conducir mi coche porque conducía mejor que yo. Nunca se ofreció a pagar parte de mi combustible o a invitarme a cenar; por el contrario, a veces me veía en la obligación de invitarle yo a él porque mis padres ganaban más dinero que los suyos.

 

  • Me estaba hundiendo en el mismo pozo en el que él estaba metido.

Vale que aquí la principal «culpable» fui yo y mi estúpido complejo de «salvadora» del que él se aprovechó.

Víctor estaba hundido en la mierda porque, a sus veinticinco años, no podía hacer nada de lo que le gustaba por sufrir una hernia discal en la zona lumbar. Tuvo que dejar de ir en bicicleta o en moto (por ejemplo) y para él, eso era una desgracia, un sufrimiento, sentía que su vida había acabado o que, por lo menos, había tocado fondo.

Su saludo y muletilla frecuente era: «el sufrimiento, y el sufrimiento, y el sufrimiento…». Así, tal cual.

Y, cuando tienes a tu lado una persona que te recuerda cada cinco minutos que la vida es un sufrimiento, se te quitan las ganas de vivir.

 

Quizá os preguntaréis por qué aguanté tanto (porque yo también lo haría) pero he quedado con mi psicóloga en que nada sirve seguir machacándome con aquello que fue. Lo importante es que conseguí escapar, y espero que si te encuentras en una situación similar tú también lo consigas.

 

Anónimo.