Cuando se dice que no hay mal que por bien no venga, normalmente no te lo crees. Sobre todo cuando te dan una de las peores noticias que se pueden recibir. Hace ya cuatro años, me noté un bulto en el pecho derecho, y resultó ser un tumor. Es cierto que nunca tuve un pronóstico grave o malo, pero sí pasé por varios ciclos de quimio que me dejaron hecha una mierda a todos los niveles posibles. Todavía miro hacia atrás y veo perfectamente que dejé de ser yo completamente. Me miraba al espejo y no me reconocía, me hundí en la depresión más absoluta y eso mismo me hizo ser alguien muy difícil de tratar, soy muy consciente.

Por eso entendí que el que entonces era mi marido (llevábamos casados poco menos de dos años) se llevaba una de las peores partes: convivir con alguien que ha perdido toda motivación, toda ilusión, y que no quiere más que que pasen los días rápidamente. 

Al principio de todo el proceso, él fue un apoyo muy fuerte y lo hizo lo mejor que pudo. Se ocupaba de todo lo que normalmente hacíamos entre los dos, y yo intentaba agradecérselo todo el rato, sintiéndome culpable por mi enfermedad. Pero después de un par de meses, cambió de actitud casi radicalmente. Dejó de darme una serie de cuidados que yo necesitaba y que él se había comprometido a darme (cocinar, ayudarme con la ducha, estar pendiente de mi medicación…). No voy a infravalorar todo ese trabajo; es muchísimo, es durísimo, y es desagradecido, pero yo estaba sumamente débil, es que no podía hacer otra cosa.

Así que cuando de pronto no había comida porque se había olvidado de hacer la compra, o él justo tenía que salir a hacer recados a la hora del baño o de la cena, tuve que empezar a hacer cosas para las que no estaba lo suficientemente fuerte. Un día, bajé al súper a por algo para comer porque me moría de hambre (y lo cierto es que el apetito durante la quimio no es muy común, por lo que los médicos me habían insistido en que aprovechara esos momentos de hambre para alimentarme bien), y al salir del ascensor, en el portal, me mareé y caí redonda. No me hice más que un buen chichón en la cabeza porque conforme empecé a encontrarme mal me fui apoyando contra la pared con la intención de sentarme en el suelo. Me encontró enseguida una vecina, llamó a la ambulancia y se montó una buena.

Yo mentí por mi ex y dije que él estaba trabajando (ni siquiera sabía dónde estaba en esa ocasión, pero trabajando no). Cuando llegó, le hice ver que lo que estaba haciendo podía tener consecuencias graves, y que si él ya no estaba dispuesto a cuidarme, tendría que ir a casa de mis padres. Al principio lo discutió, como que no era necesario, un poco a la defensiva en realidad, pero enseguida dijo que sí, que tenía razón, que él ya había tocado fondo con la situación y que yo estaría mejor con mis padres.

Pero la cosa no quedó ahí. Tras un puñado de disculpas mal dadas, “ya sé que no es el mejor momento” “esto te lo propongo por el bien de nuestra relación” “no tiene más significado que el que tiene”, me dijo que sentía la necesidad de abrir la relación. Al principio pensé que le había entendido mal. ¿Abrir la relación? O sea, follarse él a todas las tías que le diera la gana, porque a ver qué mierda de relación abierta iba a tener yo, que no podía ni moverme de la cama al sofá. Ya en ese instante tuve claro que iba a mandarle a tomar por culo, pero no hizo que el disgusto fuera menor. Me fui a casa de mis padres estando en la más profunda mierda, y entre los dos me sacaron adelante. No hay días en la vida para agradecerles lo que hicieron por mí. 

En ese estado, la separación de mi ex fue horrorosa para todos (menos para él, supongo), pero poco a poco fui recuperándome de la operación y de los efectos secundarios de la quimio, y volviendo a ser yo misma. Solo con eso, yo ya estaba en las nubes; seguía muy decepcionada por lo ocurrido con mi ex, pero era capaz de apreciar la “suerte” de darme cuenta de que no tenía que estar con alguien. Trabajé mi rencor también, porque lo cierto es que hizo muchas cosas buenas por mí (antes de dejar de hacerlas), y también porque el rencor no ayuda a nada. 

Además conocí a Andrés, uno de los enfermeros del hospital. Con él tuve una relación enfermero-paciente buenísima; una vez me dieron el alta, hicimos de la relación algo más personal, y ahora mismo vivimos juntos, felices, contentos, y muy conscientes de que, efectivamente, no hay mal que por bien no venga. 

 

Anónimo

 

Envía tus movidas a [email protected]