Hoy vengo a contar un secreto que me atormenta. No es bonito. Al fin y al cabo voy a abrir las compuertas de mi cabecita loca y a contaros lo que sentí en la que yo llamo “la peor época de mi vida”.

Tenía 24 años y estaba HARTA con mi vida. Llevaba casi tres años preparando una oposición y no conseguía sacarlo, y mi autoestima estaba por los suelos. Llegó un punto en el que todo me daba ansiedad. Focalicé mi vida en la oposición y salir el domingo a dar un paseo o quedar un viernes por la noche para ver una peli en el cine me parecía lo peor. Automáticamente me sentía una vaga porque “debería estudiar más y no salir por ahí”.

Como veis, esto no era ni sano ni coherente. Ninguna persona aguanta dos años estudiando aproximadamente diez horas al día en casa.

A la falta de autoestima se sumó la soledad. No me gustaba estudiar en la biblioteca porque no me concentraba, así que pasaba el 90% de mi tiempo en el salón de mi casa con la única compañía de mi móvil. Era desgastador psicológicamente hablando.

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Como veis, no estaba bien, y si de por sí mi vida me parecía una mierda gigantesca, había algo que incrementaba esa sensación: la vida de mi mejor amiga.

Mi mejor amiga y yo nos conocimos con 10 años y siempre hemos sido inseparables. Para mí es como una hermana, más que como una amiga. Hemos crecido juntas superando problemas familiares, rupturas chungas, ligues turbios y un largo etcétera. También hemos ido empoderándonos poco a poco, aprendiendo sobre el feminismo y mejorando en todos los aspectos.

Si nuestra relación parece tan buena, ¿cuál era el problema? Pues que la envidiaba muchísimo.

Su familia siempre ha tenido más dinero que la mía, así que pudo permitirse un máster de más de 10000 euros que le aseguró un puesto de trabajo en una empresa importantísima. A mí esto me debería dar igual, porque su trabajo y el mío no tienen nada que ver, pero no era así. Me jodía una barbaridad ver su éxito y compararlo con mi fracaso.

También envidiaba su vida social y cuando conoció a su pareja esto todavía fue a peor. El problema es que no era consciente de esa sensación. Simplemente me sentía triste cada vez que me contaba algo positivo, y mi negatividad se notaba a la legua.

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Un buen día decidí poner punto y final a mi situación. Pedí cita con una psicóloga y empecé a trabajar mi autoestima y mi sensación de agobio, tristeza y desesperanza. Poco a poco mejoré y varios meses después me dio el alta. Aun así nunca le conté cómo me sentía respecto a mi amiga. Las sesiones se centraron en toda mi vida salvo ese detalle. Aclaré mis ideas respecto a la oposición (mi gran preocupación), hablé de mis problemas familiares, me desahogué respecto a mis relaciones amorosas pasadas y un largo etcétera, pero de mi amiga no dije ni mú.

Seguí arrastrando esa losa. Ya no sentía envidia, pero si era consciente de que en el pasado la había sentido, y eso me hacía sentir culpable y mala amiga.

Finalmente hice lo que debí hacer mucho tiempo atrás. Me sinceré con mi amiga y sorprendentemente ella me contó que también se había sentido así muchas veces. Me entendió, me apoyó y nuestra amistad ahora es más fuerte que nunca.

La moraleja de esta historia es que sentir envidia no es malo, pero comértela tu sola sí. Pide ayuda profesional y háblalo con tus amigos o familia. No estás sola, todos nos hemos sentido así.