Operación vesícula. Mi primera experiencia en un quirófano
A mis 35 años me siento una mujer incompleta. Bueno, no es que me sienta así, es que SOY una mujer incompleta, porque hace un tiempo me extirparon mi queridísima vesícula. Queridísima, irónicamente, claro, porque nunca me he alegrado tanto de perder algo o alguien de vista más que a ella.
Todo comenzó en el año…a saber desde cuando me lleva dando la lata, pero desde adolescente he sufrido de malas digestiones, cólicos varios y vomiteras por doquier. Una de estas veces mi médico me hizo una ecografía y ¡bingo! Tenía una piedra preciosa alojada en mi interior. Pero el buen doctor consideró que yo era demasiado joven para operarme: que cuidase lo que comía y ya está.
Pues así pasé unos 10 años o más hasta que la situación se hizo insostenible y, pandemia de por medio, me acabaron operando de urgencia un feliz día de enero.
Tras cuatro días yendo y viniendo a urgencias, con un frío horrible, sola (modo hospital pandémico), llena de drogas que intentaban aliviarme el dolor sin éxito y sin comer porque lo vomitaba todo, alguien decidió repetirme la ecografía y ¡bingo de nuevo! Allí estaba la piedra, grande y hermosa (dos centímetros medía ya la cabrona), taponando completamente el conducto biliar. De ahí al quirófano no pasaron muchas horas ¡por suerte! porque mi vesícula estaba ya en modo explosión. Así que pronto comenzó mi aventura…
Tuve el honor de que fuese el propio cirujano el que empujase mi camilla hasta el quirófano chocándome contra la pared en dos ocasiones (muy buen cirujano pero muy mal camillero, la verdad). Al entrar a la sala tenían la música puesta cosa que hubiera estado genial de no haber estado sonando en ese mismo instante:
“Miedo de volver a los infiernos
Miedo a que me tengas miedo
A tenerte que olvidar
Miedo de quererte sin quererlo
De encontrarte de repente
De no verte nunca más”
¿En serio? ¿A lo mejor es mi último momento de vida y me voy con esta canción en la cabeza? ¡Vamos no me jodas! En esas estaba cuando me acercaron una máscara, me hicieron respirar y a la tercera respiración yo ya no estaba…
Recuerdo despertarme con mucha angustia y con una sensación muy rara en la garganta (creo que incluso estaba llorando) y, aunque aturdida, me alegré de ser consciente de nuevo y ¡oh, que es eso! ¡Suena de nuevo la música!
Sola en el olvido
(Sola), sola con su espíritu
(Sola), sola con su amor el mar
(Sola), en el muelle de San Blas
Se quedó
Se quedó sola, sola
Se quedó
Se quedó con el sol y con el mar
¿Qué? ¿De verdad no había una canción más triste para despertar? Aun así yo salí happy de la vida del quirófano y con muchas ganas de orinar (iba hasta arriba de anestesia todavía porque me recuerdo mirando todo como un búho y riéndome). Una de las enfermeras o auxiliares de reanimación me acercó la cuña y a mí solo se me ocurrió preguntarle si podía hacer pis con las bragas puestas mientras seguía riéndome y con los ojos muy abiertos (o eso le contaron a mi madre y a mi chico cuando salieron a dar el parte tras la operación).
Al día siguiente, el médico me dio vía libre para levantarme y ducharme si me apetecía ¡y claro que me apetecía! En que me vi de llegar al baño y quitarme la bata agarrada al portasueros con la vía puesta. Mi madre me ayudó a lavarme y todo iba bien pero al volver a vestirme, no sé que hice, que acabé haciendo un nudo con la bata limpia, el cable del suero y mi brazo. A mi otra vez me dio la risa (y eso que ya no tenía anestesia) pero cuanto más reía, más me dolían los puntos de la operación. Mi madre la pobre intentaba ayudarme pero se contagió de la risa y ya ninguna de las dos podíamos hacer nada por liberarme de allí. Finalmente tuvo que venir una auxiliar y poco a poco me ayudó a deshacer el lío y a vestirme de nuevo.
A los dos días me dieron el alta. Yo me encontraba súper bien y quería irme andando por mi cuenta. La celadora, con experiencia ya, me dijo: “no te puedo dejar ir andando pero si quieres sal hasta el pasillo y allí te montas en la silla”. Y ni al pasillo llegué…me dio una bajada de tensión en medio de la habitación y, evidentemente, me subí a la silla de ruedas sin rechistar.
Cuento solo lo divertido porque, entre otras cosas, sigo viva y eso es más que suficiente para quedarse con lo bueno, pero en todo ese proceso también se cometieron algunos errores que podrían haber hecho de esta una historia más triste.
Aprovecho para defender la sanidad pública al 100% y con garantías tanto para pacientes como para el personal sanitario válido (eso incluye sanciones, despidos o tirones de orejas para los que, como en todos sitios, hacen mal su trabajo o usan mal los servicios, que haberlos, haylos)
Orquídea