Candela es, desde que nació, la luz de nuestra vida. Fue una bebé muy buscada, y su llegada nos unió todavía más como pareja.
Educamos a nuestra hija en la libertad de poder elegir en todo momento lo que ella quería o no quería hacer, siempre y cuando sus decisiones respetaran la libertad de los demás. Intentamos educarla en la diferencia de lo que estaba bien y lo que estaba mal. O al menos en la diferencia de lo que nosotros creíamos que estaba bien y estaba mal. En ese sentido siempre ha sido una niña muy rígida, algo que relacionábamos con nuestra forma de educarla.
Más allá de esa educación, Candela siempre ha sido una niña muy sociable e inteligente. Desde que era niña podías mantener con ella conversaciones de persona adulta, y cuando un tema le interesaba, podía darte unas lecciones dignas de cualquier clase de universidad. También se mostraba muy cariñosa con nosotros, quizás demasiado dependiente de nuestra compañía, pero eso no lo sabíamos entonces.
Durante la primaria notamos en ella algunas dificultades a la hora de estudiar y enfrentarse a las pruebas escritas de las materias de más peso curricular como matemáticas y lengua. Estas materias no le interesaban tanto como otros temas de los que podía pasar horas hablando.
Secundaria fue el hostiazo.
Pasar de un espacio tan recogido y acogedor como era el colegio, donde llevaba desde los 3 años con los mismos compañeros y los mismo profesores, a un instituto nuevo, que implicaba hacer amigos nuevos, aulas masificadas, un profesor para cada materia, y la friolera de casi 600 alumnos en los recreos, desencadenó en Candela unas señales que gracias al apoyo de los profesores y a la relación que teníamos con ella pudimos ver a tiempo.
Empezó sutilmente, pero se manifestaba a lo grande. Pequeños cortes en la cara interna de los muslos, redacciones personales sobre amores imposibles, la muerte de los padres, el fracaso y la autoestima escritas con mucha tristeza y melancolía encontradas en su habitación, una disminución progresiva de las quedadas con sus antiguos amigos… Y la gota que nos hizo saltar todas las alarmas. Una contestación de muy malas maneras a su profesora de matemáticas porque Candela se negó a salir a la pizarra y la profe la regañó.
Fuimos a hablar con la profesora y la orientadora del instituto y tuvimos la suerte de que esta orientadora había sido psicóloga antes de dedicarse a esta nueva profesión. Fue ella la que nos recomendó llevar a Candela a terapia y fue gracias a ella que esta situación se pilló a tiempo.
Después de muchos especialistas, tanto de la pública como de la privada, y de varios diagnósticos, el más sonado era el de TDAH acompañado de un cuadro de depresión. De lo primero quizás podríamos haber encontrado alguna pista si hubiéramos sido expertos y hubiéramos prestado más atención a los detalles, pero desde luego, algo que nos han dejado muy claro los especialistas, es que la depresión no es culpa de nadie. Candela sufrió un cuadro depresivo y no fue culpa nuestra, sin embargo es gracias a nosotros (entre otras muchas personas) que está saliendo de ella.
Acompañada de esta depresión llegó una fobia al instituto que se solventó con un Hospital de día en el que hay sanitarios y profesores, y que ayudan al alumnado de salud mental a seguir al día con sus actividades educativas.
Para nosotros este diagnóstico fue un mazazo. No lo vimos venir, pero lo cogimos con ganas. Nos estamos enfrentando a él como podemos, y hacemos todo lo que está a nuestro alcance para poder ayudar a Candela. Esto nos afecta a todos, pero no es culpa de nadie. Es lo que más me ha costado aprender de este proceso del que todavía aprendo cosas cada día.
Anónimo
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