Emma, es una maldita locura…

Fueron las únicas palabras que mi madre repitió una y otra vez desde ese momento en el que se enteró de mi intención de largarme sola a recorrer media España a pie. Esta es la historia de cómo emprendí mi viaje en el Camino de Santiago, ese que algunos vieron como una huida, pero que yo entendí como una etapa muy necesaria conmigo misma.

A modo de resumen os diré que esta idea surgió tras muchos meses de idas y venidas. No es que mi novio me dejase y mi despecho me llevase a plantarme unas botas y ponerme a caminar hasta Galicia. Más bien es que mi propia vida llevaba demasiado tiempo sin tener ningún sentido. Trabajando en una empresa de mierda, con compañeros que entendían de todo menos de compañerismo (valga la redundancia), recibiendo pésimas respuestas por parte de cualquier hombre al que le abriera mi corazón. No, las cosas no pintaban nada bien en mi vida, así que un buen día exploté y mi manera de hacerlo fue empaquetando mi mochila de montaña y despidiéndome de todos sin mayores explicaciones.

Tenía mis pinitos en eso de hacer caminatas y por fortuna el deporte había sido hasta entonces mi vía de escape a mis frustraciones. Así que investigué durante algunos días sobre la ruta a seguir, albergues y posibilidades, y me largué sin mirar atrás camino de Roncesvalles.

¿Qué puedo decir que el mundo no sepa sobre este camino? Es, sin lugar a dudas, EL CAMINO. En este increíble sendero se mezclan grupos, personas que viajan solas, familias completas, jinetes, ciclistas… La premisa siempre es ‘Buen Camino‘, sin importar nada más. Al final lo mejor de esta travesía es que todos los que la emprendemos somos iguales. Botas, algo para beber, una onza de chocolate para tomar energía y tiempo, un tiempo infinito para pensar y poner las cosas en su sitio.

Por delante tenía más de un mes de dar pasos intentando organizar mi vida. No esperaba que de pronto algo me iluminase o sentir de repente cuál era mi misión en el mundo. Más bien esperaba a que la falta de estrés y de mis presiones diarias me permitiese ver un poco la luz. ¿Os he dicho ya que no soy ni siquiera católica? Caminaba en dirección a una de las catedrales más increíbles del mundo sin pensar ni un poco en los santos. Dicen que cada peregrino crea su propio Camino, y era evidente que el mío poco tenía que ver con la fe religiosa.

Mi plan diario era el de madrugar todo lo posible para ponerme en marcha escapando un poco del calor que ya comenzaba a apretar aquel verano. Los primeros kilómetros siempre los hacía sintiendo el amanecer a mi espalda. La noche se iba y poco a poco todo el verde que abrazaba aquel sendero se iluminaba con la luz del sol. Y tras una primera semana completamente sola, una tarde en un bonito albergue de peregrinos conocí a Isabel.

camino de santiago

Sí que me había cruzado con muchos peregrinos dispuestos a darme conversación y a realizar una etapa a mi lado, pero mi necesidad de tiempo a solas era tal, que tras unos minutos de charla terminaba encontrando la manera de continuar en solitario. Lo que sucedió con Isabel fue algo realmente diferente, quizás fue el verla allí tumbada en la cama que le habían asignado, con los ojos cerrados pero con un gesto de paz que hacía tiempo no intuía en nadie. La dejé unos minutos mientras organizaba mis cosas en la taquilla, y para cuando terminé ella misma abrió los ojos y me saludó sonriente.

Ya os he dicho que en el Camino todos somos iguales, pero también es cierto que lo que nos impulsa a lanzarnos a esta aventura es lo que realmente nos distingue. Os cuento esto porque aquella tarde, tras sonreírme de aquella forma tan sincera, tuve con Isabel la que sigue siendo la mejor conversación de mi vida. Una mujer de 54 años, viuda y sin hijos. Que se había partido el lomo trabajando sin descanso en su propio negocio, y a la que habían diagnosticado una enfermedad degenerativa incurable. Isabel todavía tenía fuerzas para hacer el Camino de su vida antes de que su cuerpo comenzara a fallar, y así lo había hecho, sin pensárselo un ápice.

Me prendé de Isabel casi al instante. Su manera tan serena de hablar, su forma de preguntarme por mis objetivos siempre respetuosa. De alguna manera Isabel se convirtió en la imagen personificada de lo que yo quería para mi Camino. Era la paz hecha persona, como esa pequeña voz de la conciencia de la que muchas veces nos hablan pero que nunca llegamos a conocer. Esa era Isabel.

Juntas continuamos el Camino. Anduvimos durante más de una semana sin separarnos. Nos conocimos, Isabel se hizo un hueco inmenso en mi corazón y pude considerarla la mejor amiga que había tenido en años. Ella me miraba y me decía una y otra vez que de haber tenido una hija, sabía que hubiera sido clavada a mí.

No sé si le hubiera puesto Emma como nombre, pero seguro que sería tan terca como tú…

Recuerdo cómo achinaba los ojos al sonreír, y las discusiones que teníamos cada noche para fijar la hora de despertarnos al día siguiente. A veces lo pensaba y le recordaba que si prefería continuar a solas, podía decírmelo sin problema.

camino de santiago

¿Y quién va a tirar de ti en las etapas más duras? Con lo floja que tú eres.‘ Isabel agarraba uno de mis brazos como si fuese un pequeño trozo de plastilina blandurria en ese tono de burla que tanto me gustaba.

Por eso aquella mañana de viernes una parte de mi Camino se tuvo que quedar en aquel pequeño pueblo de León donde habíamos pernoctado. Isabel llevaba tres días comentando que comenzaba a sentir un dolor bastante intenso en una de sus piernas, aunque iba y venía con lo que con pequeñas paradas para descansar había sido más que suficiente. Pero aquel viernes las cosas habían empeorado. Regresé de la ducha y me la encontré sentada en la cama, todavía en pijama y con los ojos llenos de lágrimas.

No me puedo levantar, no me responde la pierna.’

¿Así, tan de repente? No comprendía nada. Lo único que veía era a una Isabel hecha pedazos que se golpeaba la pierna con mucha rabia. Verla tan deshecha me rompió por dentro y la abracé con fuerza. Le propuse frenar juntas, la acompañaría a casa y volveríamos cuando estuviera recuperada. De pronto aquel Camino ya no tenía sentido sin Isabel ¿cómo iba a fotografiarme frente a la Catedral de Santiago sin ella a mi lado?

En cuestión de segundos rehice mis planes pensando en tomar un tren que nos llevase a las dos a Barcelona. Podría quedarme con ella unos días, cuidarla, acompañarla al médico… Y regresar a Madrid cuando la viese mejor. Sentí que era lo que debía hacer, dejar sola a Isabel no era una opción para mí. No, hacía muchos días que aquella mujer era ya mi pilar.

Y entonces, mientras buscaba en mi teléfono los próximos horarios de tren disponibles, volví a escuchar la serena voz de Isabel que llevaba ya algunos minutos en completo silencio.

¿Sabes qué es lo que tienes que hacer? Vas a coger tus cosas, ponerte esas botas y seguir tu Camino. Avisa al hospitalero de lo que ha ocurrido y no lo dudes, estaré bien. Tengo 54 años y he salido de muchas ¿crees que un dolor de piernas va a poder conmigo? Ni se te ocurra pensarlo…

Me negué, fui rotunda, me enrabieté y le dejé claro que la decisión era mía. Pero Isabel, en su tranquilidad, sin moverse de su posición sobre aquella cama, me miraba a los ojos sin necesidad de empezar ninguna discusión. Cuando me serené y me puse frente a ella, unas ganas de llorar horribles me invadían por dentro.

Sabes que no puedes quedarte. Llega a Santiago por las dos y tráeme un souvenir hortera de esos que tanto me gustan.

¿Os había contado ya que Isabel coleccionaba pequeñas figuras de recuerdo de cada pueblo que visitábamos? Las más feas, aquellas que destacasen por ser inservibles y horteras, esas compraba. Decía que algún día se las dejaría en herencia a su cuñada, y a mí me parecía un plan magnífico contra alguien que solo te había hecho la vida imposible.

Isabel me besó en la frente y, aunque no me fui de aquel albergue hasta que llegó una ambulancia y la vi irse segura, sentí que aquel instante era nuestra despedida. Respiré hondo y al segundo le envié un mensaje al móvil prometiéndole contarle cada una de mis próximas etapas. ‘Voy a ser tan pesada que sentirás que estás haciendo lo que resta del Camino a mi lado‘.

Así lo hice hasta que llegué a Galicia. El Camino entonces se convirtió en un sendero continuo repleto de vegetación. Era como acceder a un mundo diferente, precioso, lleno de verde y de muchísima magia. Isabel y yo hablábamos casi a diario. A mi llegada a cada albergue le escribía o la llamaba para que me mantuviese al día sobre su evolución. Parecía que la enfermedad iba algo más rápido de lo esperado, pero sus médicos confiaban en que la nueva medicación hiciese su trabajo. Aun así, Isabel había pasado todos aquellos días ingresada por culpa del dolor.

camino de santiago

Era domingo, y por algún motivo que yo entonces desconocía la tarde anterior no había obtenido respuesta de Isabel. Por mi parte, había llegado agotada al albergue de peregrinos. Iba a pasar la noche en el Monasterio de Samos, en Lugo, y a pesar de lo llamativo de aquel lugar mi cansancio había podido completamente conmigo. Tras una ducha y una riquísima comida me tumbé unos segundos y allí caí hasta la madrugada del domingo.

Mientras me bebía un café caliente antes incluso de ver salir el sol, tomé mi teléfono y pude ver que Isabel no había ni siquiera leído mis mensajes. Volví a escribir preguntándole si todo iba bien y guardé el teléfono en mi chaqueta para ponerme en marcha. Recuerdo aquella etapa como algo difuso en mi memoria. A cada paso mi preocupación por Isabel iba a más hasta que sentí que el horario era ya prudente para llamarla. Tras dos intentos sin respuesta, al tercero escuché una voz masculina al otro lado. Sentí que me tragaba el corazón.

¿Cómo se podía haber ido? ¿Aquello era una broma? El sobrino de Isabel, del que me había hablado tantas veces, me contaba entre lágrimas que su tía había fallecido la mañana del sábado. La medicación, un error, una complicación de su enfermedad… Todavía no lo sabían. Escuchaba la voz de aquel chico al otro lado, pero en mi cabeza solo se repetían las imágenes de esa Isabel llena de vitalidad y de ganas de vivir, de terminar su Camino.

Ella me habló de ti, Emma, sé que todos estos días encontró en ti a una amiga muy especial, y te quiero dar las gracias por eso.

Me senté sobre una roca del sendero y allí lloré, pensé en Isabel a mi lado, en Isabel aconsejándome sobre mi vida, en Isabel volviendo a repetirme que ojalá haber tenido una hija como yo. La angustia pudo conmigo aquella mañana, y opté por regresar al albergue, sin fuerzas en absoluto para hacer la etapa que tenía por delante. Cuando pude tranquilizarme llamé de nuevo al sobrino de Isabel esperando que me diera alguna indicación sobre su funeral.

Mi tía debía ser un poco bruja, porque hace algunos días me dijo que esto pasaría. Me pidió que te dijera que no se te ocurra dejar el Camino por alguien que ya no está.

Tardé muchas horas en recomponerme, y os puedo jurar que mi Camino no fue el mismo desde aquella mañana de domingo. Apenas me quedaban unos días para poder divisar al fondo los campanarios de la Catedral de Santiago.

Entonces vi una de las fotografías que Isabel había tomado en una de nuestras etapas y una especie de click se encendió en mi cabeza. Pude comprender que en mi vida había dejado demasiadas cosas a medias, y que quizás por eso jamás me había sentido completa o válida para nada. Isabel se había dado cuenta y de ahí su insistencia en que llegase hasta el final. No tenía que encontrar nada, simplemente cerrar un círculo que ya había comenzado a dibujar, tocar la meta y hacer por fin un punto y a parte en mi vida.

Tú no eres en absoluto una persona mediocre, Emma, la gente te lo ha hecho creer pero eres una de las personas más válidas que he conocido.‘ Me había dicho un día tras escucharme muy atenta hablar sobre mis problemas existenciales.

Paré una vez alcancé la cima del Monte del Gozo y le dediqué aquellos últimos kilómetros a mi amiga. Sonreí por las dos y grité con fuerza sintiendo la lluvia que caía sobre Santiago de Compostela. Lloré a mares viendo ante mi aquella inmensa Catedral y le dediqué mi (nuestro) triunfo a aquella persona con la que el destino me había unido. Compré un souvenir horrible, en el que se veía una catedral deforme sobre lo que parecía una vieira todavía más amorfa, y como pude lo colgué de mi mochila como el trofeo que me había ganado.

Dicen que cada uno hace su Camino, y el mío, por suerte, tuvo nombre propio. Gracias Isabel.