Sé que muchas de las que estáis al otro lado, leyéndome, habéis sido una de las tantísimas mujeres que han hecho frente a una cesárea. Se dice pronto, ¿verdad? Pero al final estamos hablando de una cirugía mayor en la que dos vidas están en juego. Se tiende a banalizar sobre este tema, como si el hecho de que muchos embarazos terminen de esta manera lo convirtiera en un procedimiento con menos riesgos.

Y no nos presentaremos como mejores madres, o como mujeres más valientes por traer al mundo a un bebé sobre la mesa de un quirófano, pero quizás de vez en cuando no estaría de más que se le recordase al mundo que una incisión de más de quince centímetros nos recorre de extremo a extremo por nuestros hijos, y que esto no ha sido en absoluto más sencillo que un parto.

Mi hija llegó al mundo un caluroso día de junio. Recuerdo que ingresé en el hospital cuando el frío de la primavera todavía daba sus últimos coletazos y que fue a través de las ventanas de la planta de maternidad como vi llegar el verano. Como ya os conté en otra ocasión, la preeclampsia nos arrebató la etapa final de su gestación he hizo que los médicos tuvieran que controlarnos meticulosamente. Muy meticulosamente.

Aquella mañana de domingo estaba sola en mi habitación. El día se presentaba tranquilo, lo más probable era que me bajasen a monitores para un nuevo registro y que hasta la llegada de las visitas, todo fuera la mar de aburrido. Le había pedido a mi chico que se fuese a descansar a casa, llevaba semanas durmiendo en una silla acompañándome y yéndose a trabajar con el cuello destrozado.

Y entonces una enfermera entró en mi cuarto para darle una pequeña vuelta a mi monótono domingo. Mi ginecóloga estaba de guardia y había decidido hacernos una ecografía, aprovecharía aquel día para revisar a fondo el estado de mi pequeña. Nada complejo pero más pruebas de las esperadas. Tomé mi teléfono e informé a mi chico, ‘no te preocupes‘ le dije ‘si hay novedades te mantendré informado‘.

Aquella tarde él tenía que trabajar, así que di un aviso general a mi hermana y a mi padre, algo me decía que las cosas iban a cambiar.

La ecografía demostraba una vez más que, aunque mi Minchiña continuaba estable, su peso y su talla no habían aumentado para nada. Llevábamos casi tres semanas ingresadas y no había ganado ni un solo gramo. Ese dato no le gustaba en absoluto a mi doctora, y tras un gesto pensativo, me envió a una de las salas de dilatación para un nuevo registro.

No sé, puede que lo leyese en su cara, o que mi intuición de madre me lo estuviese chivando. Pero ya tumbada en la camilla decidí llamar a mi hermana para pedirle que se viniese al hospital cuanto antes. Ella ya había pasado por todo aquello, y tanto si mi hija nacía ese día como si no, necesitaba tenerla a mi lado para así contar con su apoyo y su experiencia.

Mi ginecóloga entró por la puerta cuando yo ya estaba rodeada por los cinturones del registro. Fue clara, sincera y muy directa en sus palabras.

La ecografía no me ha gustado, no porque haya visto nada malo, sino porque en tu embarazo no hay evolución. Necesito tomar ya una decisión, y esa será si comenzar una inducción hoy mismo o realizar una cesárea. Todo dependerá de lo que pueda aguantar tu pequeña, y eso lo veremos en un momento.

El test de Posse nos enseñaría si mi bebé podría pasar por las contracciones habituales de un parto. Gracias a la oxitocina sintética, que iría en aumento cada poco tiempo, se producirían una serie de contracciones a las que Minchiña debería hacer frente. Los monitores indicarían el resto, su frecuencia cardíaca era la clave.

Primera contracción, apenas notable, las pulsaciones de la pequeña bajaban ligeramente para recuperarse a los pocos segundos. La matrona regresaba entonces para subir el nivel de oxitocina, los nervios me estaban matando y en aquel momento solo necesitaba ir al baño. Le pedí que por favor bajase el volumen del monitor, escuchar las palpitaciones de mi hija me estaba poniendo frenética.

Mi hermana se mantenía junto a mi cama, mirando fijamente los números de aquella máquina. Llegó una segunda contracción, más intensa, más larga, y más intensa de nuevo. Respiré profundo y vi la cara de mi hermana, que se descomponía por segundos. De pronto tomó rápidamente el pulsador para avisar a la matrona, algo pasaba.

Su pulso, su pulso, se ha ido y no vuelve…

Sentí que me tragaba mi propio corazón y que me ahogaba en partes iguales. En una milésima de segundo aquella habitación estaba repleta de gente. Recuerdo a mi ginecóloga sentada junto a mí, serena, y jamás podré olvidar sus palabras.

Y aquí, querida mía, es donde termina tu embarazo. Cesárea de urgencia.

El ritmo de Minchiña volvió a ser estable casi al instante, pero ella misma ya nos había demostrado que su pequeño corazón no estaba preparado para soportar un parto con todo lo que ello conlleva. Mientras me preparaban le pedí a mi hermana que llamase a mi marido, que para entonces ya estaba trabajando. No tendría tiempo de decirle absolutamente nada, en escasos cinco minutos estaba entrando en quirófano.

Por suerte jamás había pasado por una cirugía, para mí todo aquello era totalmente nuevo, y frío, muy frío. Sentía que había demasiada gente, demasiadas manos pendientes de mí. Unos hablaban, otros hacían su trabajo en silencio… y yo necesitaba que alguien me tranquilizase y me explicase qué era lo que me estaban haciendo.

Fue en ese instante cuando unos ojos muy muy azules se acercaron a mí. Era la voz de una mujer joven que con todo el tacto y cariño del mundo se presentó como anestesista y me informó que iba a proceder a ponerme la epidural. Sentí un pinchazo y sin casi tiempo para pensarlo, comencé a sentir un hormigueo en mis piernas. Aquello era magia.

Todavía estaba en la camilla, y ahora tocaba cambiarme a la mesa de operaciones. Celador y enfermeras me pidieron entonces un poco de ayuda para hacer el traslado y a mí me dio la risa.

Disculpadme, pero tengo las piernas dormidas, ¿cómo queréis que haga fuerza?

Y tras conseguir transportar este cuerpazo de cien kilos, todo comenzó. Mi ginecóloga y la doctora que la ayudaría se acercaron a mí y me pidieron tranquilidad, me informaron que en la sala ya estaban listas las pediatras y enfermeras que atenderían a mi niña una vez estuviese fuera y que confiara, que todo iría bien.

De mi lado no se separaban esos ojos azules. Aquella anestesista había tomado asiento junto a mi cabeza y me preguntaba si necesitaba hablar con ella o prefería mantenerme en silencio. Le dejé claro que una no se calla ni bajo el agua y ella prometió comentarme cada paso que dieran las doctoras.

Ahora van a empezar a abrir, vas a sentir algo extraño, pero todo irá bien…

Y lo sentí, como si alguien estuviese acariciando mi tripa con un dedo haciendo algo de fuerza. Intentaba no pensar en lo que realmente estaba sucediendo. Escuchaba al fondo a las ginecólogas hablando, y de repente no quise enterarme de nada más.

Dime, ¿qué hace esa máquina que está a mi lado?‘ le pregunté a aquella chica de los ojos bonitos.

Ella comprendió mis nervios, y mientras notaba que alguien movía de lado a lado mi barriga sin parar, la anestesista me explicaba qué significaban cada uno de aquellos números. No me importaba en absoluto, ella lo sabía, pero mi mente precisaba entonces pensar en otra cosa. Quería ver a mi hija, escucharla llorar, y aquellos minutos estaban siendo eternos.

Alba, ya está, ya está, han llegado a la niña…‘ y toda la habitación guardó silencio.

Segundos interminables. Silencio. Y entonces el llanto más precioso de todo el mundo. Estoy segura de que aquellos números y pitidos se volvieron locos con mi alegría. Lloré, no os imagináis cuanto, tumbada en aquella mesa congelada y con los brazos en cruz. La anestesista me miraba, y me animaba a llorar tranquila.

Está bien Alba, es muy chiquitina, pero está bien.

Otro par de ojos se acercaron a mí, apenas podía ver nada por culpa de las lágrimas.

Alba, soy la pediatra, tu hija está bien, nos la llevamos a la UCI, pero que sepas que aunque es muy pequeña, está perfecta…

En mi tierra decimos aquello de ‘e veña chorrar‘ (y venga llorar). Se había abierto el grifo y una mezcla entre nervios y alegría habían hecho de mí un cóctel de sentimientos. Me sentí liberada después de tantas semanas de miedos e incertidumbres. Y entonces, como un chiste terrible, un sonoro pedo salió de mi interior.

Pedí perdón, riendo alucinada por lo que acababa de pasar, y mientras lo hacía otra larga retaila de gases se escuchó a lo grande. Intentaba apretar el culo para frenar aquel espectáculo pero la anestesia no me dejaba controlar los músculos. No sé si pretendí cortar aquel terrible momento de alguna manera, pero mientras las doctoras cerraban capa a capa aquella profunda incisión, no tuve mejor idea que el comentarles jocosa que podrían aprovechar para quitarme alguna pequeña capa de grasa.

Sí, yo fui aquella que pidió una lipo en plena cesárea. Y juro que todavía no comprendo cómo fui capaz de hacerlo. Unas horas después esa misma ginecóloga, a la que pedí perdón, me explicó que a veces la anestesia nos juega malas pasadas. Fue un alivio, de veras.

Al salir del quirófano pasé varias horas en una inmensa sala acompañada por mi marido y dos enfermeras pendientes de mí. Dormí, sonreí, lloré al ver las primeras imágenes de mi hija. Jamás he tenido tal montaña rusa de sentimientos, las hormonas haciendo su trabajo al doscientos por cien. Y yo, una madre con un bebé pasando sus primeras horas en una incubadora.

De la recuperación, mejor no os hablo. Me gané un grandioso rapapolvo tras ponerme en pie sola tras solo veinticuatro horas de mi operación. El instinto materno me hacía darlo todo de tal manera para ir a ver a mi bebé, que me salté cualquier norma y cualquier dolor horrible. Inconsciente es decir poco, lo sé.

Han pasado más de tres años y todavía en ocasiones siento que esa cicatriz duele de nuevo como queriendo recordarme todo lo que ocurrió aquel día. Y yo juro no olvidarlo, porque aunque no tuve el parto que yo deseaba, esa inmensa herida me ayudó a traer a mi hija al mundo sana y salva.

Mi Instagram: @albadelimon

Fotografía de portada