Preeclampsia: Condición grave de la presión arterial que puede suceder después de la semana 20 de embarazo o justo después de dar a luz (llamada preeclampsia posparto). Sucede cuando la embarazada tiene alta presión arterial y señales de que algunos de sus órganos, como los riñones y el hígado, tal vez no estén funcionando bien.

Por desgracia esa complicada palabra no era una desconocida para mí. Hacía años que había visto a mi hermana luchando contra ella y había escuchado a mi madre contándonos una y otra vez que durante su primer embarazo también había pasado por lo mismo.

Así que cuando al fin grite al mundo que estaba embarazada un pequeño resquicio de mi cuerpo se alarmó y pronto le comenté a mi ginecóloga que en mi familia todas las mujeres habían sufrido una preeclampsia en el primer embarazo.

No te preocupes, te veremos por alto riesgo y te tendremos muy controlada‘ me dijo aquella doctora restando importancia a lo que yo le decía.

Por supuesto los riesgos durante los primeros meses son apenas significativos. De hecho puedo afirmar que gocé de un embarazo de película. Sin dolores, sin apenas nauseas, cero estreñimiento… Durante varias semanas llegué a olvidar que mi cuerpo podía caer en una afección complicadísima. Todo iba tan bien, todo era tan idílico.

 

Mi sobrepeso y los antecedentes familiares habían hecho que la ginecóloga me viese cada mes. Cerca del ecuador de mi embarazo (en torno a la semana veinte) el gesto de aquella mujer se torció levemente al tomarme la tensión como cada día. Apuntó los datos en el historial y decidió que nuestras citas se repetirían antes de lo esperado.

Esa alianza que llevas puesta, quítatela cuanto antes‘ me comentó un poco alarmada.

Pregunté asustada si todo iba como debería y en seguida me explicó que mi tensión arterial había aumentado significativamente. Aquel podía ser el primer signo de que la preeclampsia se desencadenaría pronto. Y seguidamente procedió a hacerme la ecografía de rigor.

Llevaba semanas sin saber el tamaño aproximado de mi pequeña Minchiña, así que aproveché aquel momento para pedirles si podrían medirla y darme algún dato. La joven doctora que acompañaba a mi ginecóloga me respondió sonriente que no había ningún problema, y procedió a medir. Al cabo de unos minutos su gesto también se torció. Yo me asusté y ella se giró solicitando una segunda opinión.

Ambas observaron en silencio durante unos segundos, movían el ecógrafo con soltura y tomaban capturas de lo que encontraban. No pude más.

¿Algo va mal? ¿La pequeña está bien?‘ dije a un paso de llorar del miedo.

La niña está bien, pero la vemos demasiado pequeña para lo que debería. Vamos a pasarte a otro ecógrafo con mejor imagen para salir de dudas‘ me respondieron intentando tranquilizarme.

Y así, amigas, comenzó la que fue la pesadilla de una preeclampsia anunciada.

Una consulta de rutina en la que aunando datos se comenzaba a ver cercana la llegada de una enfermedad que nos pondría en riesgo a las dos, madre e hija. Me rompí del miedo esperando a que otra doctora diera su veredicto. Me recuerdo sentada en aquella sala acariciando mi barriga y por primera vez temiendo porque mi pequeña no llegase a este mundo.

 

La confirmación no se hizo esperar. A pesar de que en mi orina todavía no se presentaban proteínas como para diagnosticarme, todo hacía indicar que algo no iba bien. Me recomendaron cuidarme y tomarme la tensión cada día a la misma hora. También me hablaron de los signos de alarma que debería tener en cuenta para salir corriendo a urgencias:

  • Edemas en el cuerpo.
  • Pérdida temporal de visión.
  • Dolor de cabeza insoportable.
  • No sentir los movimientos del bebé.
  • Presión arterial superior a 14/10.

Aquella mañana regresé a casa con la sensación de que mi cuerpo le estaba haciendo daño a mi bebé. De pronto no era una futura mamá más, sino que era una mujer enferma. Yo quería mi embarazo de cuento, ¿por qué me lo habían quitado?

Llevaba meses cuidándome como nunca. Durante todo el embarazo apenas había engordado un kilo. Hacía ejercicio cada dos días yendo a clases de natación pre-natal, también iba a clases de pilates y caminaba mucho. Y en cuestión de horas todo lo que había hecho no valía de nada. Mi sistema inmune me estaba fallando.

Caí en una tristeza terrible. Desde aquel día decidí darme de baja de toda actividad y tumbarme en la cama esperando que las semanas pasasen rápidamente. Error horrible, lo sé, pero algo en mi interior me decía que el reposo me ayudaría a relajarme.

Cada semana visitaba a mi ginecóloga esperando que las cosas continuasen en calma. Y así fue durante un par de citas, hasta que acercándonos a la semana 26 del embarazo, mi tensión arterial se disparó.

Aquella mañana había amanecido con un dolor de cabeza brutal. Decidí dirigirme al hospital y ya que tenía consulta comentarle que no me encontraba demasiado bien. Sentía los movimientos de Minchiña como pocas veces antes, y eso me tranquilizaba. Pero en el fondo sabía que algo no iba bien.

Tienes la tensión en 17/12, y ya hay proteína en la muestra de orina. Tienes preeclampsia, vamos a ingresarte para ver qué hacemos‘ me comentó mi médica con voz suave sin querer asustarme.

Me mantuvieron durante horas conectada a monitores. El pulso de Minchiña se cayó en un par de ocasiones y en ambas la sala se llenó de médicos y matronas tomando decisiones que yo no comprendía. La cabeza continuaba doliéndome como si alguien me golpease constantemente. Por dos veces me medicaron intentando que mi presión arterial dejase de aumentar.

Fueron más de cinco horas de nervios y dolor. Mis brazos y piernas se hincharon de manera que encontrarme una vena para la vía se hacía imposible, sentía un entumecimiento terrible de las articulaciones. Meses más tarde supe que aquella mañana mi vida y la de mi hija corrieron un serio peligro.

Cuando todo se estabilizó nos enviaron a planta. Mi pequeña apenas había crecido en todas aquellas semanas, era un bebé increíblemente chiquitín comparándola con cómo debería ser. Y todo lo que teníamos que conseguir juntas era aguantar el mayor número de semanas posibles para que su maduración fuese óptima.

Fueron días larguísimos de registros en monitores, medicación, visitas del nefrólogo, medir todo lo que yo orinaba… Por mi habitación pasaban mujeres que disfrutaban de sus bebés recién nacidos. Una tras otra ingresaban y se iban de alta felices mientras yo continuaba luchando contra una enfermedad que de la noche a la mañana podía romper mis sueños.

A partir de la semana 33 de embarazo de nuevo mi cuerpo volvió a dar la señal de alarma. Los registros de Minchiña comenzaron a no ser todo lo buenos que deberían. Sus pulsaciones caían ante la menor de las contracciones (que yo apenas sentía), y eso hizo que mi ginecóloga optase por programar un parto prematuro que nos salvase a ambas.

Pero las decisiones no son únicamente de una, y cuando yo ya pensaba que el final de mi embarazo estaba cerca, otros ginecólogos frenaron su idea. Unos y otros discutían reunidos sobre lo urgente de mi caso. Por un lado estaban los que creían imprescindible que mi hija naciese cuanto antes, mientras otros estaban seguros de que el mío era un problema de sobrepeso.

Lo estáis leyendo bien. Dos de esos doctores se dirigieron a mí en dos ocasiones para decirme literalmente que ‘yo estaba allí de hotel‘ y que ‘cerrando el pico (comiendo poco) todo se arreglaría‘. Por aquel entonces, con el miedo recorriéndome las venas, y centrada por entero a salir adelante junto con mi hija, no quise dar chance a esas palabras. Ahora sí que se la doy, y si tengo algo que denunciar y reprochar de aquella dura época, son esas barbaridades con falta total de empatía y profesionalidad.

Y qué cosas tiene esta vida. Al día siguiente de que me reprocharan que a mí lo que me pasaba es que me gustaba vivir en un hospital, mi ginecóloga tuvo que programar una cesárea de urgencia porque Minchiña no recuperaba el pulso. ¿Y si hubiera estado en mi casa? ¿qué hubiera pasado si esos médicos tan profesionales hubieran ganado en el debate?

Sea como sea, aquella mañana de domingo en un registro como otro cualquiera el corazón de mi pequeña dio señales de no estar soportando todo lo que la preeclampsia nos estaba haciendo. Las contracciones empezaban a ser más continuadas y fuertes y su pequeño cuerpo sufría demasiado en cada una de ellas.

Y aquí es donde termina tu embarazo‘ me dijo seria mi ginecóloga mientras celadores y enfermeras me preparaban para llevarme a quirófano.

Nunca sentí tanta paz como en aquel instante. Una de las matronas me comentó que mi cara había dejado de ser de miedo para mostrar la tranquilidad más absoluta.

Yo solo quiero lo mejor para mi hija, y si en mi interior está sufriendo, saldrá adelante fuera. Es una luchadora‘ respondí con lágrimas en los ojos.

Lo que llegó después ya lo sabéis. Y ahora también sois partícipes de que hay bebés que son guerreros desde mucho antes del nacimiento. Las enfermedades gestacionales llegan en un momento que debería ser dulce, rompiendo toda la magia para llevarnos a una realidad dura para la que a veces no estamos preparadas.

La verdad de la preeclampsia es compleja y afecta a más mujeres de las que creemos. Con mis palabras no intento generar alarmas o preocupaciones innecesarias, sino visibilizar una enfermedad dura y peligrosa si no se trata a tiempo. El embarazo, esa etapa en la que en nuestro cuerpo se producen un millón de cambios que, en ocasiones, no podemos controlar.

Mi Instagram: @albadelimon

Fotografía de portada