(Relato escrito por una colaboradora basado en una historia real)

 

Miguel Ángel de Ayala, director de internacional, cincuenta y algo, cuidado pero no mucho, pasota, irónico pero reservado. O un borde de libro como decían muchas pécoras. (nombre inventado, obvio)

En general no caía bien, pero por su puesto, era respetado por cojones. A mí me hacía gracia su rollo y no es que fuéramos íntimos, dos sonrisas cada mañana cuando llegaba, llevar algo más allá la típica conversación de ascensor y algún gesto delator sobre lo harto que estaba de ser jefe y tener que llevar esa imagen de triunfador por los pasillos.

Pero yo sabía que había feeling, al resto las ignoraba soberanamente, saludo incluido, a mí me ponía esa cara de tú y yo sabemos pero callamos.

Llegó la comida de Navidad de la empresa y nos tocó juntos en la mesa. Por todas es sabido que en este tipo de eventos la gente bebe, se desmadra, comete actos indebidos de los que luego se arrepiente y demás vergüenzas sociales. Una compañera lo llamaba el momento del paseíllo del día siguiente. Por suerte o exceso de responsabilidad, aún no había pasado por ese trance.

Miguel Ángel, o Ayala, como yo lo llamaba, se empeñó durante toda la cena en que mi copa de vino no se vaciase nunca y yo, por seguir el jueguecito, me debí beber como tres botellas solita y con cara de buena niña.

Llegado el momento de las copas en la barra y los bailes bochornosos, yo ya iba como todas las Grecas juntas, él no debía ir mucho mejor. Se acercó a mi oído así como demasiado y mirando hacia otro lado, me susurró con su voz grave de borracho, que me esperaba en veinte minutos en el parking, sin bragas.

Contuve mi gesto como pude, es decir dando un trago y vaciando mi copa y me hice la loca un rato para lograr largarme de allí sin que nadie lo notara. Con el fiestón que había montado, nadie se enteró y móvil en oreja para disimular una llamada importante, bajé al parking a cometer mi insensatez personal de fiesta de empresa.

Su Mercedes GLS casi brillaba entre el resto de cochazos de los jefes, las lunas tintadas nos iban a salvar de una buena escena pública. Si es que mi Ayala ponía atención a cada detalle, cómo había conseguido la botella de cava que abrió cuando me senté en ese pedazo de asiento trasero. Que lujo de polvo iba a echar, solo esperaba que Aya estuviera a la altura.

Se comportó como todo un adolescente, quedó claro que deshacer nudos de corbatas no era lo mío, él, desabrochando sujetadores a una mano se desenvolvió bien. Nos quitamos la ropa justa entre prisas, jadeos y deseo para acabar follando como animales, qué a gusto me quedé.

Con la cabeza hacia atrás y recién corrido el señor Miguel Ángel estaba sexy a rabiar, pero aquello se había acabado y Cenicienta en vez de perder un zapato de cristal, dio un trago de la botella y se largó corriendo y sin bragas.

El día después de la fiesta es algo para vivir en mi oficina, supongo que como en todas. Resacas, desaparecidos, ausencias destacadas, ibuprofenos, carreras al baño, paracetamoles, concursos de zombis, cantidades ingentes de agua por todos lados, café en vena, lo normal vamos.

Los cotilleos, corrillos y fotos rulando por los grupos de WhatsApp llegan un poco más tarde. La productividad ese día en la empresa es entre cero y negativo. El director de internacional, como era de esperar, no hizo acto de presencia.

Con la mitad o más de la empresa de vacaciones navideñas, todo fluía mejor para los pringados que seguíamos trabajando. Hasta que una mañana apareció y sutilmente me dejó caer un, ven a mi despacho, sin bragas. Joder con las bragas, o sin ellas, qué perra había cogido. Fui al baño a cumplir órdenes y esperé diez minutos de cortesía y a que me bajaran las pulsaciones. Las oficinas eran rollo moderno, open space y todo de cristal, pero los jefes tenían el privilegio de contar con persianas, las cuales se bajaban a mi llegada.

La puerta estaba abierta, pero di el toque de secretaria eficaz para que el señor Ayala diera su permiso. Su sonrisa de cabronazo me dio el ok. Mi glamour brillaba por su ausencia, vestido ancho y zapatillas, sin nada debajo a petición expresa del director, eso sí, los pezones ya los llevaba bien puestos de haberme quitado las medias. Sin muchos prolegómenos, me subió a su mesa a lo película hollywoodiense y nos lo empezamos a montar a lo bruto, lo tenía dentro bombeando sin piedad cuando la puerta se abrió.

Mi jefa, ella toda puesta, con cara de qué coño está pasando aquí, de hecho lo mismo hasta pronunció la frase en voz alta, pero no me acuerdo La pillada del siglo, de esta me despedía fijo. La indigna salida del despacho superó al paseíllo del otro día.

A los veinte minutos, la rata abandonó el barco, dejando a su paso una sonrisa cómplice, maldito Ayala, a él no iban a despedirlo no.

Mis inquisidores ojos reclamaban alguna pista más, pero no me dejó claro si tocaba despido o condecoración. Mis dudas se disiparon en nada, mi jefa me llamó al despacho, ese lugar que tan poco me gustaba visitar. Sin mirarme siquiera, me dijo que esta empresa era muy discreta y que así debía seguir siéndolo, yo asentía como cuando me llamaban al despacho del director en el cole y prometía que no iba a volver a suceder con la mirada. Me animó a levantarme de la silla y a trabajar, salí del despacho muerta de la risa claro, nos había jodido el polvo, pero conservaba el trabajo.

La normalidad, en todos los sentidos, volvió a la oficina tras las fiestas. Discreción, perfecto. A media mañana me llegó un mensaje a mi móvil de un número desconocido. Citándome en el hotel de al lado, con un número de habitación y con el texto sin bragas, sin foto de perfil, como si la necesitara para saber quién era. No contesté, pero fui, discreción ante todo.

 

Anónimo