Soy madre soltera. Y no, no voy lanzando SOS a la familia o amigos para que me solucionen la vida. Desde el momento en el que tomé la decisión de traer a mi hijo al mundo yo sola, fui muy consciente de las consecuencias. Eso no quita que si un día mi madre se ofrece a ayudarme, no lo aproveche. Ella está encantada con su nieto y, tras pasarse un tiempo de baja por un accidente laboral, quiso ejercer de abuela a tiempo completo y yo he agradecido el soplo de aire fresco que ha supuesto su repentina implicación en mi vida. Sin embargo, no todo resultó ni tan bonito ni tan… desinteresado.

La excusa barata: el niño enfermo

El primer día que dejé al niño con mi madre, recibí la primera llamada alarmante: “¡Tiene fiebre!”, me chilló al otro lado del teléfono. “Voy al médico”, añadió sin permitirme ningún tipo de réplica. Por mi parte, sentí tan culpable por no ser yo la persona que acompañaba a mi bebé enfermo que cedí inmediatamente, suplicándole que me mantuviera informada.

No supe nada durante las siguientes dos horas. Cuando por fin me respondió, su tono jovial me desconcertó. Según ella, el pediatra le había dicho que no era nada grave y que estaba todo bien. No me malentendáis, me alegré, pero… Yo llevaba dos horas preocupada. De igual modo, no le di más importancia. Pensé que se trataría de un despiste y que se sentiría aliviada por el hecho de que mi hijo estuviera bien.

Pero la historia se repitió varias veces durante las semanas venideras. Cada pocos días, ella encontraba una razón para llevar al niño al médico: un sarpullido, tos, exceso de mocos…, fueron algunas de las excusas que utilizó. Entonces, empecé a sospechar que mi madre disfrutaba de esas visitas al médico; aunque, por otro lado, la simple idea de entremezclar “disfrute” y “médico” me generaba un cortocircuito mental.

El verdadero motivo: el pediatra ‘buenorro’

Un día, decidí investigar un poco más. Le pregunté a mi madre por qué estaba llevando tanto al niño al CAP. «Solo quiero asegurarme de que esté bien», respondió ella con una sonrisa. No me convenció y decidí acompañarla en una de esas visitas para ver qué podía estar ocurriendo. Fingí estar demasiado preocupada por la salud de mi hijo como para quedarme en casa. Ella intentó impedirlo, pero no lo logró. Yo era una madre preocupada y su rechazo constante tan solo alimentaba más mi desconfianza.

Cuando llegamos al CAP, todo quedó claro. Vaya tiarrón, amigas. El pediatra era un hombre joven y guapísimo, muy atractivo, esculpido por el mismísimo Miguel Ángel. Yo no había tenido “el gusto” de conocerle, ya que salvo las primeras vacunas de mi bebé, no había vuelvo a acudir al centro de salud. Hasta ese día, aún no había tenido el “privilegio” de coincidir con el maromo que tenía a mi madre enferma y es que, el niño no lo estaría, pero mi madre sí. Observé cómo interactuaba con él, notando que se esforzaba por captar su atención. Flirteaba descaradamente, utilizando a mi hijo como excusa para prolongar la conversación. Sentí una mezcla de vergüenza y… ¿rabia? El chaval estaría buenísimo, pero eso no le daba derecho a utilizar a mi hijo para sus coqueteos.

La encaré y ella, lejos de disculparse, me listó las bondades del pediatra. No estaba arrepentida en absoluto. Es más, cuando le “prohibí” (víctima del enfado y la frustración) volver a ver al pediatra, ella me dejó muy claro cuál era mi lugar en la historia: ella lo priorizó, me dijo no iba a renunciar a él y me pidió ayuda para continuar con su plan. Según ella, estaba cerca de conseguirlo. Al negarme,  siguió priorizándolo. Renunció a mí, al niño y continuó con su plan con otro de sus nietos. ¿Cómo acabó la historia? Sin más. A las dos semanas, al pediatra lo cambiaron de centro y mi madre le perdió la pista. Se quedó sin él y sin nosotros.

 

Relato escrito por una colaboradora basado en la historia real.