Corría el año 1993 aproximadamente y andaba yo cursando sexto de EGB. En aquella época, al menos en mi colegio, tenías que cursar Religión obligatoriamente salvo que fueras testigo de Jehová o gitano, muy lógico todo. 

Así que me vi envuelta en clases de Religión aburridísimas durante un montón de años. Para entonces, ya había hecho la comunión y me empezaba a negar a hacer la confirmación. Aquello ya no me cuadraba, sobre todo desde que una monja me regañó fuerte por dibujar a Cristo con pezones —pero eso os lo contaré en otra ocasión—. 

Sin embargo, aquel curso llegaron dos maestros nuevos: uno de Párvulos, que ya me pillaba lejos, y uno de Religión. Ambos eran jóvenes, o al menos no estaban al borde de la muerte —¿alguien sabe cuál es el misterio que rodea a los maestros que ahora siguen siendo igual de viejos que cuando éramos pequeños?—. Uno de ellos nos parecía guapísimo a todas; el otro, no tanto, pero seguía siendo más joven que los demás y eso nos valía en esa edad prepavo

Se llamaba Antonio y tendría unos 32 o 33 años. Se había licenciado en Derecho en algún momento y, todavía no sé muy bien cómo, había acabado dando clases de Religión en un colegio de zona marginal. Lo obsceno del asunto era que todavía recuerdo cómo nos miraba a todas. Algunas se daban cuenta y les gustaba, yo me di cuenta años más tarde. Pero resulta bastante bizarro, por llamarlo delicadamente, que un señor pasado de la treintena mirase tanto a niñas que ni siquiera tenían la regla. 

Un día iba con mi hermana, siete años mayor que yo, y nos lo encontramos. Mi hermana, apenas mayor de edad, debió de parecerle mejor opción y ya desde el primer momento empezó a flirtear. Ella, que no tenía muy claro que le gustase, no entraba mucho al trapo. 

Según me ha contado recientemente, mi maestro empezó a aparecer en los lugares por los que salía ella con sus amigas, y ahí empezó la presión social: todas sus amigas decían que qué suerte tenía, mayor, maestro… él aparecía por todas partes, y al final cedió y quedó con él, aunque confiesa ahora que no lo veía nada claro. Todo empezó con un beso robado después de llevarla a casa. 

Yo, a mis once años, sólo sabía que mi maestro se había liado con mi hermana y se había corrido la voz por el colegio, pero me ahorró los detalles no adecuados para mi edad. Todas las niñas andaban cotilleando y yo estaba en una especie de estado entre «no sé qué decir» y «ese hombre que me está hablando de Jesús le come los morros a mi hermana y seguramente no sólo los morros». 

Pues al parecer sólo los morros, porque aquel hombre que hablaba de dar y compartir parece que, en la intimidad, sólo pedía y exigía. En dos pajas con intento de polvo frustrado quedó la cosa cuando mi hermana decidió pasar de él porque le resultaba demasiado acosador y mandón. Le gustaba en exceso la juventud —o la juventud en exceso—, pero no dejaba que brotara, quería dirigirla. Un orador religioso manipulando a sus fieles, dentro y fuera del aula, para que se comportaran exactamente como él creía que debía ser… ¿de qué me suena? Y un pervertido… de qué me suena.

Después de tantos años, todavía se recuerda, en alguna ocasión, la historia del maestro que se lio con la hermana de una alumna. Ahora, cuando me encuentro a este señor, no sólo no me parece nada atractivo, sino que pienso en cuántas muchachas habrá atosigado para que cayeran en sus redes.

La fe y el amor… mejor en y para una misma.