Esta historia supuso un antes y un después en mi matrimonio.

Cuando llevábamos cinco años juntos y tres de ellos casados, mi marido se quedó sin trabajo. Nos pilló justo la época del COVID y aunque yo conservé mi trabajo, en su empresa tuvieron que reducir personal y le tocó a él.

Fue una época muy estresante, él al principio buscó trabajo de todas las maneras posibles, pero era un momento muy complicado y no salía nada. Con el paso de los meses se relajó y pasó a estar todo el día en pijama y en el sofá de casa, viendo la tele o jugando a la play.

A mí me molestaba mucho su actitud porque no tenía ni el gesto de tener preparada la cena cuando yo llegaba de trabajar, ya ni te hablo de poner lavadoras o tener la casa en orden. Así que cuando eso se prolongó varios meses, la situación acabó estallando y empezamos a vivir un infierno de discusiones y reproches en casa. 

Llegué a pensar que nos separaríamos, yo no estaba dispuesta a compartir mi vida con alguien que no era capaz ni de trabajar ni de colaborar en casa, y encima luego tuviera la poca vergüenza de discutirme a mí las cosas cuando él no estaba aportando nada y yo me estaba haciendo cargo de todo. En una de esas discusiones fuertes me cansé y me fui a pasar unos días a casa de una amiga.

Durante esos días él recapacitó, me llamó varias veces para disculparse y me dijo que se pondría las pilas. Cuando volví a casa todo estaba limpio y perfecto, él preparó la cena y me dijo que el hecho de no tener trabajo le había trastocado y había acabado siendo una versión de él de la que no estaba orgulloso, que iba a trabajar en ello pero que de todos modos las cosas iban a mejorar porqué ya tenía trabajo.

Me dijo que le habían contratado en un gimnasio a media jornada y que tenía que estar allí de monitor y haciendo asesorías de entrenador y de nutricionista, que tenía un despachito y que al principio sí que tendría un horario definido pero que luego podría organizarse él a los clientes y que podría ajustar los días que trabajaba. Me alegré mucho por él y poco a poco nos fuimos recuperando.

Él tenía sus rutinas, se iba a trabajar al gimnasio y volvía ya duchado después de la jornada. Algunas veces le llevé y otras le fui a recoger. Una vez incluso estuve en el gimnasio y él me lo enseñó y me presentó algunas de las personas de allí. Algunas semanas sus horarios variaban poco y otras tenían varios días libres. Por horario nos iba muy bien y él, aunque cobraba menos que yo, aportaba siempre su parte a la cuenta común.

Todas estas explicaciones son para que entendáis que a priori no había nada que me hiciese sospechar o pensar que él realmente no trabajaba allí, al contrario, todo estaba muy cerrado y tenía mucho sentido, por eso no me di (ni me hubiera dado cuenta) de que era mentira.

Se destapó todo de golpe, no hubo pequeñas pistas que seguí y que de repente tuvieron sentido o un despiste que precipitó el desastre. Fueron mis suegros.

Un día vinieron a casa y yo me extrañé mucho porque no habían avisado, me dijeron que tenían que hablar conmigo de algo muy serio y que ya había llegado demasiado lejos.

En ese momento, de verdad que lo último que me esperaba fue aquello. Me imaginé que quizás tenían ellos algún problema, que mi marido me estaba engañando o yo que sé, pero lo que me contaron me dejó helada.

Resulta que en la época en la que casi nos separamos, mi marido fue a casa de sus padres a llorarles. Les dijo que yo estaba a punto de irme de casa porque él no encontraba trabajo y que teníamos muchos problemas, que necesitaba que le ayudasen económicamente un tiempo y así poder salir adelante con la relación, pero que por favor no me dijeran a mi nada hasta que estuviera todo mejor.

Ellos aceptaron, mi marido estaba cobrando el paro y a la vez  500€ que le ingresaban sus padres todos los meses. No estaba trabajando. Ellos pensaban que él encontraría trabajo y que la situación no se alargaría, pero a los meses les dijo que tenía mucha ansiedad, que con esto del COVID se había quedado muy tocado y que no se veía capaz de incorporarse todavía, que lo que estaba haciendo era ir a terapia y que se había apuntado al gimnasio para empezar a estar mejor, que por favor no me dijeran nada y que no tardaría mucho más hasta que él se sintiera bien. Que si ellos ahora me lo contaban, seguramente romperían nuestro matrimonio, y que era cuestión de tiempo que todo mejorase.

Siguieron dándole el dinero pero vieron que nada cambiaba. En una ocasión le acorralaron y amenazaron con contarme todo, él se puso muy nervioso y les pidió tres meses más, porque ya se le acababa el paro y tenía que empezar a ponerse las pilas sí o sí. Mis suegros le dijeron que sí, pero no se creyeron nada. Por eso habían venido a mi casa. 

Me quedé de piedra y les conté las veces que yo había ido a buscarle o le había llevado al trabajo y como me había presentado a gente de dentro, ellos me aclararon que él sí está en el gimnasio, pero como cliente. Todo este tiempo había estado pasando unas 4h diarias en el gimnasio o haciendo algún recado más, pero vamos, que no había estado trabajando.

Me había mentido a la cara durante casi dos años, en los que habíamos estado viviendo gracias a la caridad de sus padres.

Mis suegros se disculparon mucho, me dijeron que se sentían fatal con la situación y que no esperaban que fuera así, que todo empezó a empeorar cada vez más y más hasta que se vieron hasta el cuello. Yo me sentí muy avergonzada y me ofrecí a devolverles el dinero, pero no lo aceptaron. Estuvimos hablando un buen rato en el que hubo de todo, llantos, reproches… pero al final terminamos todos bien y ellos se disculparon como padres de mi marido por todo lo que me estaba haciendo pasar. Me dijeron que no reconocían a su hijo, que no sabían qué le estaba pasando y que respetarían cualquier decisión que yo tomase.

Les pregunté si se podían esperar a que llegase él de “trabajar” y que afrontásemos esto todos juntos, les pareció bien y se quedaron.

Cuando llegó mi marido, se quedó blanco. Mis suegros enseguida le dijeron que yo ya lo sabía todo y que por favor, dejase de hacer el ridículo. Él al principio se puso muy a la defensiva, incluso agresivo, empezó a gritar a sus padres y a decirles que les había jodido la vida. Después se derrumbó y pidió disculpas, y después tuvo la cara de exigirnos disculpas a nosotros. A mí por haberle presionado tanto que le “obligué” a tomar ese camino, y a sus padres por haberle traicionado.

Estuvimos más de dos horas hablando en las que no llegamos a nada y en las que yo cada vez veía más claro que él tenía algún tipo de problema mental, porque no era normal nada de lo que había hecho y menos aún, como estaba reaccionando.

Le pedí que se fuera de casa para que los dos pensáramos tranquilamente en lo que había pasado y allí mismo recogió sus cosas y se fue con sus padres.  Los días siguientes fuimos hablando pero yo no vi ninguna posibilidad de levantar la situación, contra más lo pensaba o lo hablaba con amigas, menos solución veía. Así que finalmente tomé la decisión de separarme.

Tres meses después ya nos habíamos divorciado y él pasó a ser alguien que no conocía, se volvió muy frío y no quiso saber nada más de mí. Al principio me dolió, pero luego eso acabó haciendo las cosas más fáciles.

A día de hoy, sigo sorprendiéndome de lo poco que puedes llegar a conocer a una persona y de cómo se puede transformar en un desconocido de la noche a la mañana.