Ramón y yo llevábamos juntos desde el instituto. Nuestro precioso hijo Éric tenía ya tres años y nuestra vida era aparentemente feliz. Sin embrago, tras las puertas de nuestro hogar, mi marido y yo estábamos librando una batalla silenciosa.

Tras el nacimiento de Éric, nuestra relación de pareja empezó a hacer aguas. Llevábamos muchos años juntos pero la llegada al mundo de nuestro hijo supuso un antes y un después. Yo me volqué completamente en la crianza de mi bebé y él no estuvo a la altura, le quedó grande la paternidad.

Cuando mi hijo tenía unos dos años, dejamos de relacionarnos como pareja, sólo hablábamos sobre trabajo o asuntos relacionados con el niño. El amor que nos teníamos había pasado a llamarse cariño. A penas manteníamos relaciones sexuales, la mayoría de las veces era más saciar una necesidad física, pero se notaba que no nos apetecía tocarnos o besarnos. Había desaparecido la pasión.

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Yo dejé mi trabajo para cuidar de nuestro hijo. Dejé mi empleo y me dejé a mi: no me maquillaba, llevaba meses sin ir a la peluquería, me pasaba el día en pijama y para salir a la calle me ponía un chándal. No me sentía guapa, había pasado de ser una mujer a ser la mamá de Éric. Me había abandonado totalmente. Eso unido a los problemas con mi marido, comenzaron a calar en mi autoestima.

Un buen día, saliendo de casa con el pequeño para bajar al parque, me crucé en el ascensor con un chico. Su cara me era familiar pero no lo ubicaba, imaginé que venía de visita a casa de algún vecino porque era un bloque pequeño y nos conocíamos todos. Nos saludamos educadamente y nada más. Unos días más tarde volví a encontrarme con aquel muchacho, no debía de tener más de dieciocho o veinte años, pero me llamaron mucho la atención sus ojos azules y su sonrisa.

Al cabo de algunas semanas, me lo volví a encontrar y esta vez no estaba solo, lo acompañaba Cándida, mi vecina del quinto A, una señora mayor entrañable que siempre me había tratado con mucha amabilidad. Me explicó que aquel chico era su nieto Aaron, que vivía con su hija y su yerno en Valencia, pero que había venido a estudiar a Madrid y se iba a quedar en su casa mientras cursaba la carrera de Arquitectura. El chico me sonaba tanto porque lo había visto por allí de pequeño, pero ya no era aquel niño rubiejo y travieso que venía muy de vez en cuando a visitar a su abuela. Ahora era un joven guapísimo, a punto de empezar su carrera universitaria y prácticamente su vida. Diecisiete años tenía, en poco meses cumpliría la mayoría de edad.

Pareja en ascensor
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Pues no sé qué me pasó, pero me obsesioné con aquel chico: intentaba provocar encuentros en el portal, me enteré de sus horarios de clase y yo salía de mi casa a la hora que él se iba o venía de la universidad, comenzamos a hablar cada vez más, hasta que una mañana me invitó a un café.

Él sabía todo sobre mí, que estaba casada, que cumpliría pronto los 30 años, que tenía uno hijo de casi 3 años y que las cosas con mi marido no estaban bien. No sé cómo, pero acabamos en mi cama mientras mi marido trabajaba y mi hijo estaba en el colegio. Y aquello comenzó a ser habitual: él se saltaba las clases de las primeras horas de la mañana y yo volví a sentirme viva, a sentirme deseada, a sentirme mujer.

Tras varios meses de encuentros sexuales con Aaron, decidí que era hora de dejar a mi marido. No porque pretendiera embarcarme en una nueva relación sentimental con este chico, éramos plenamente conscientes de la diferencia de edad y de que teníamos vidas distintas, pero yo no podía seguir con mi pareja porque ya no estaba enamorada de él.

Pero entonces ocurrió algo que lo cambió todo: me enteré de que estaba embarazada, y estaba prácticamente segura de que el bebé no era de Ramón. Las fechas cuadraban con mis encuentros con Aaron y además llevaba varias semanas sin acostarme con mi marido.

Aterrada por la perspectiva de la verdad, me debatía entre ocultar la información o enfrentarme a las consecuencias de sus acciones. Finalmente decidí contarle a mi marido que estaba embarazada y esperar a ver su reacción…

Anónimo