Tengo muy pocos recuerdos de mi padre y, de esos pocos, la gran mayoría pertenecen a escenas desagradables. Era un padre fantasma, un marido pésimo y, en resumen, una persona que dejaba mucho que desear. Hablo en pasado, no porque haya fallecido, sino porque, aunque sigue vivo y coleando, está muerto para mí. Lo está desde que se largó de la casa en la que vivíamos, de un día para otro. Dejando a mi madre sola con una niña de siete años y un bebé de apenas uno y medio. En una ciudad en la que no tenía a nadie, sin ingresos ni un mísero ahorro con el que poder alimentarnos. Sin un acuerdo de separación, ni una pensión alimenticia ni nada que se le pareciera, claro está.

Yo era una cría, pero vi la desesperación en la cara de mi madre. Vi a la vecina traernos comida. Estaba allí cuando mi madre rompió a llorar en la ventanilla del banco. Y recuerdo perfectamente cómo se relajó en los brazos de mi abuelo cuando este llegó a casa, después de conducir más de 800 kilómetros, para ayudarnos a meter nuestras cosas en cajas y llevarnos a la suya.

Recuerdo también a mi madre diciéndome que me portara bien y que fuera paciente con el abuelo. Porque su padre era mayor y un hombre de los de antes. Un pelín seco, un pelín carca. Acostumbrado a su soledad. Por lo visto, nunca había sido la alegría de la huerta y, desde que la enfermedad se había llevado a mi abuela cuando mi madre era adolescente, pues mucho menos aun. No tardé en comprobar que mi madre decía la verdad sobre el abuelo. Porque todos tuvimos que adaptarnos a la nueva situación, sin embargo, el que había visto desaparecer la tranquilidad de su hogar, era él. Fue él quién tuvo que hacer más concesiones. Ceder espacios. Cambiar horarios y rutinas. Perder un poder adquisitivo que ya no era para echar cohetes.

Y nunca, ni una sola vez, le vi protestar ni poner una mala cara. Si fui consciente de ello, fue por mi las reprimendas de mi madre, por su miedo a molestarle, por cómo se movía por nuestra nueva vida de puntillas. Y eso ni siquiera duró, a las pocas semanas de mudarnos ya nos encontrábamos allí como si siempre hubiera sido nuestra casa. Bueno, en realidad, mejor de lo que nos encontrábamos en la anterior.

 

Mi padre nos abandonó, pero mi abuelo se convirtió en TODO

 

Y es que, mi madre y yo cambiamos mucho, y para bien, a raíz de la desaparición del señor que me engendró. No obstante, el que más cambió fue mi abuelo. O, al menos, el concepto que teníamos de él. Aquel señor serio y parco en palabras llevaba dentro a un hombre que, hasta el momento, había permanecido oculto. El nuevo abuelo le consiguió un trabajo a mi madre y le prometió que no era necesario pagar una guardería para mi hermano. Ese hombre aprendió a cambiar pañales y sacar mocos con suero fisiológico. Iba al parque un rato por la mañana con el bebé y otro por la tarde con los dos.

Mi padre nos abandonó, pero mi abuelo se convirtió en TODO
Foto de Kampus Production en Pexels

Ese hombre soportaba y calmaba berrinches mejor que mi propia madre. Ese hombre hacía los deberes cada tarde conmigo, después de prepararme un bocadillo para mí y un puré de fruta para mi hermano. Nos llevaba a la biblioteca a por cuentos que nos leía antes de acostarnos. Dejó de ir a la tasca a jugar la partida con su cuadrilla a diario, para hacerlo solo el día que libraba mi madre. Y no siempre, no si la notaba demasiado cansada. Mi abuelo le pidió a un vecino que le enseñara a hacer ecuaciones para poder enseñarme a mí, que siempre fui negada en matemáticas.

Mi abuelo insistió en que mi a mi hermano le vendría bien jugar a un deporte de equipo. Lo apuntó al más cercano e invertía cinco horas a la semana en llevarlo, esperarlo y traerlo. Además del tiempo que fuese necesario para ir a animarle a los partidos, pudiera ir mi madre o no. Mi abuelo enmarcó todas y cada una de las ‘obras de arte’ que hice para él. Y las colgó en una pared de su dormitorio en la que ya no cabe ni una más.

Fue él quien convenció a mi madre de que me dejase estudiar lo que quería, aunque no fuera una carrera con demasiado futuro. Fue a él a quien llamé cuando me pillaron robando un bikini en el centro comercial. La charla que me dio fue la que me convenció de lo estúpida que había sido, no el rapapolvo posterior de mi madre. El día que me hice la mayor, me fui con aquellos chavales y tomé lo que no debía haber tomado, marqué su número y no el de ella para pedirle que fuera a por mí, aunque acabé llorando en los brazos de los dos.

Mi padre nos abandonó, pero mi abuelo se convirtió en TODO
Foto de Andrea Piacquadio en Pexels

Mi abuelo era un hombre de los de antes, que supo adaptarse a los nuevos tiempos en cuanto le hizo falta. Que se actualizó lo mejor que pudo. Que nos trasmitió valores, que nos dio todo su amor, que estuvo ahí para su hija y sus nietos. Sin protestar, sin mostrar cansancio. Sin arrepentimientos.

 

Mi padre nos abandonó, pero mi abuelo se convirtió en TODO

 

Durante mucho tiempo guardé rencor y me preguntaba por qué me había tenido que tocar una familia diferente a la de los demás. Sin embargo, hace muchos años que entendí la suerte que había tenido. Porque mi padre nos abandonó, pero mi abuelo se convirtió en TODO y no puedo imaginar haber contado con nadie mejor. Por eso os lo cuento aquí y cada vez que tengo ocasión. Y por eso se lo digo a él todos los días.

Incluso aunque sé que la mitad de las veces ya no es consciente de quién es la chica que le está hablando. Se lo digo porque a veces veo en sus ojos al hombre que fue, porque sigue ahí dentro, perdido en su mente deteriorada. Y seguiré haciéndolo mientras tenga la oportunidad, porque sé que cada día está más cerca de ser el último y no quiero que se vaya sin escucharlo.

 

La nieta del mejor abuelo de la historia

 

Envíanos tus vivencias a [email protected]

 

Imagen destacada