Me ha removido por dentro toda la historia de la hija/nieta de Ana Obregón. Tengo mis opiniones sobre la gestación subrogada o el traer una vida al mundo para salvar otra, como ella misma ha confesado. Pero, en mi caso particular, lo que más me ha llegado ha sido la increíble diferencia de edad entre una niña y la que, aun siendo su abuela, ejercerá de madre.

Yo fui hija de padres mayores. Mi madre tenía casi 50 años cuando me tuvo, y mi padre había llegado a los 70. Fueron padres en edad de ser abuelos, como se encargaban de recordarme mis compañeros de colegio, entre burlas. Mirando atrás, las referencias a que mi padre parecía mi abuelo eran lo de menos.

La edad sí importa

Una de las consecuencias que más sufrí de esa gran diferencia de edad fue la falta de energía. Mis padres ya no tenían vigor suficiente como para tirarse al suelo a jugar conmigo, o correr detrás de mí en el parque. Recuerdo mirar con envidia a las mamás de mis amigos, mucho más jóvenes. Las veía interactuar con sus hijos como quien mira un telefilm lleno de estampas y situaciones idílicas, e idealizaba lo que sería jugar con mis padres.

 

Quizás la edad solo sea un número, pero lleva asociadas vivencias que sí resultan determinantes al forjar el carácter de alguien. Somos producto de nuestro tiempo, y eso implica choque generacional. Mi padre me quería, pero nunca me entendió. Le chocaba que todas las niñas de los 90 nos quisiéramos parecer a las Spice Girls, unas jóvenes tan descaradas y ligeras de ropa. No entendía mis gustos y aficiones, ni mis anhelos, ni mis problemas ni cómo me expresaba. Es otra de las desventajas de la edad, que para practicar la comprensión y la empatía con tus hijos debes emplear una energía que va escaseando.

Lo peor fue que me tocó cuidar y despedir a mis padres demasiado pronto. Mi padre falleció cuando yo tenía 15 años, tras largas jornadas de cuidados en casa y el hospital con una edad en la no se suele estar preparada. Mi madre aún vive, pero en mi veintena ya le sobrevinieron achaques que nos llevaron a peregrinar por consultas y servicios de urgencias. Hoy la veo muy consumida y asumo que me va a dejar en cualquier momento. Es duro crecer sabiendo que el tiempo que te queda con tus padres es muy limitado.

 

Ser padres solo es un deseo

Uno de los argumentos que más he leído en contra de lo que ha hecho Ana Obregón es que ser padre o madre no es un derecho, sino un deseo. Sí está reconocida la libertad de fundar una familia, por supuesto, pero no deja de ser una elección que no puede justificar lo injustificable. Siguiendo mi experiencia, estoy de acuerdo.

Mi madre me confesó que quiso serlo por quitarse la espinita de no haberlo sido más joven. Ella se casó con un hombre mucho mayor y creyó que no lo necesitaba, pero, según fueron pasando los años, se dio cuenta de que no quería terminar su vida sin haber vivido esa experiencia. Supongo que detrás de su decisión había cierta sensación de soledad, miedo a perder a su compañero de vida y puede que falta de motivación. Nunca me lo dijo.

No voy a decir que todo fuera malo, ni mucho menos. Tengo miles de momentos buenos con mis padres, sé que me querían y me lo dieron todo. Tiene ventajas tener padres mayores, porque no tienen tantas ganas de gritarte, así que practican más la paciencia y te transmiten serenidad. Los padres mayores tienen un carácter más maduro y valores más asentados, así que los inculcan de un modo más eficaz. Al menos, en mi experiencia. Además, en casa siempre hubo mucha estabilidad económica, incluso prosperidad, así que tuve todo lo que podía desear.

Pero a mí me faltó pasar más tiempo de calidad con ellos. Me faltaron los juegos, la conexión y la complicidad que, con tanta diferencia de edad, es más difícil conseguir. Me faltó disfrutar de ellos mientras estaban sanos, y vivir mi adolescencia y juventud sin la preocupación de que no se encontraban bien. Y me está tocando despedirlos demasiado pronto.

Anónimo

 

[Texto reescrito por una colaboradora a partir de un testimonio real]