Cuando mi hermana me recomendó que la acompañase aunque solo fuese un día a su gimnasio, ni por asomo me habría imaginado la enorme vuelta que daría mi vida.

Ni más ni menos que cinco añazos llevaba ella enganchadísima a aquel centro de fitness del que hablaba maravillas. ‘El ambiente es una pasada‘, ‘las instalaciones están a la última‘, ‘los monitores son encantadores‘…

Que a mí personalmente, que su gimnasio fuese lo más top del planeta Tierra me la soplaba bastante, pero cuando mi médico me recomendó comenzar a hacer ejercicio diario, ya de elegir, que fuera uno con referencias.

Y la buena de ella no mentía. Aquella tremenda nave a las afueras de la ciudad albergaba el gimnasio más grande que yo había visto en toda mi vida. Y no es que yo hubiera visitado muchos centros de este tipo, pero tampoco había que restarle mérito a aquel lugar.

La semana que me ofrecieron de prueba me demostró, una vez más, que mover el culo no era lo mío. A mis casi cuarenta y con una cifra importante en la pantalla de mi báscula, eso de darle un meneo a mi cuerpo no entraba en mis planes (a menos no más allá de echar algún polvo salvaje con algún follamigo de vez en cuando).

Veía a mi hermana contonearse toda ella y su juventud. Que si elíptica, que si cinta, ahora una horita de Zumba, después otra de Spinning… Ella llegaba de vuelta al vestuario como una diosa venida arriba y yo la seguía a su espalda machacada como una croqueta revenida.

Y la cosa se puso peor el día que formalicé mi matrícula y decidieron asignarme un personal trainner que, según ellos, haría de mí una mujer nueva. Me dio la risa interior, mucha, no veía yo la manera de que un cachitas de gimnasio me convirtiera en una adicta a sudar encima de una bici estática. Pero había desembolsado 75 pavos así que, a lo que me echaran.

Para mi asombro Carlos no era para nada la típica imagen del rey del fitness. Más bien bajito, sin súper músculos ni aspecto de estar enganchado a los anabolizantes. Era un tío normal que nada más conocerme me sonrió y me pidió que me subiera a su báscula. Bien empezábamos.

Como jamás me he cortado un pelo, en cuento los 110 kilos asomaron en display tan solo pude añadir ‘pues eso, que si esto no fuera así ya te digo que yo no estaría aquí‘. Él se sumó a mi peculiar chiste y con toda la paciencia del mundo me empezó a explicar las diferentes tablas que me prepararía cada día. ¿Tablas dices? Si yo, como diría La Vecina Rubia, las únicas tablas que concibo en mi vida son las de quesos… Qué perdida estaba.

Y así fue como a mi vocabulario habitual se empezaron a sumar términos como ‘series’, ‘oblicuos’, ‘dorsales’ o ‘dominadas’. Carlos hacía de todo aquello algo mucho más divertido, y en cuanto me veía entrar por la puerta ya me regalaba una sonrisa de oreja a oreja que me ponía las pilas.

Pero oye, ¿es que tú nunca tienes mal día?‘ Le pregunté una mañana mientras la maldita elíptica terminaba conmigo.

¿Pero qué te piensas que soy, un robot?‘ Me había respondido indignado subiendo la dureza a máquina.

Aquel mismo día fue el primero de muchos en los que hablamos más allá de nuestro trato monitor-alumna. Carlos me había contado que vivía con dos compañeros de curro tras haber terminado una relación de muchos años con una chica muy especial. Y yo le conté, pues eso, que vivía sola con mi perro Thor y que tenía un trabajo de mierda.

Y un viernes cualquiera, de esos en los que te cambian el turno y tienes que ir al gimnasio por la tarde, todo pasó. A este suceso yo lo titularía ‘Una serie de maravillosas dichas’, porque uno a uno el karma me fue regalando un camino de rosas hasta el colofón final. De traca.

Era tarde y en cuanto puse un pie en la sala de fitness Carlos me abordó con alguna nueva broma sobre mis pocas ganas de estar allí. Yo le dije que antes un par de cervezas y una de bravas tenía clara la solución pero pronto me puse a mover el pandero sobre la cinta de correr.

A las 22:00 se daba la última clase de Bodypump, y tras no poder más con mi vida regresé junto a Carlos para rematar la faena con una buena serie de abdominales.

Era tarde y en el gimnasio apenas quedábamos cuatro gatos. ¿Viernes noche en el gym? Es que ¡a quién se le ocurre! Antes de nada, pasar por la báscula. Mi querido monitor tomó nota de mis progresos y me preguntó muy serio cuál creía yo que sería mi peso ideal.

Si me pides que te de una cifra, jamás tendrás una respuesta. Mi peso ideal es aquel en el que yo me vea segura y feliz‘ dije muy digna.

Creo que es la mejor respuesta que me han dado en todos estos años como entrenador‘ añadió Carlos mirándome a los ojos.

¡Eyyy! ¿Pero qué estaba pasando? ¿Aquello había sido un flirteo? Me temblaron las piernas y en un intento por apoyarme sutilmente tiré toda una torre de pesas de diferentes colores. Cuánta elegancia.

La tabla de abdominales de aquella noche parecía no tener fin. El centro cerraba a las 12 en punto, ya casi no quedaba nadie allí dentro y me quedaban apenas diez minutos para darme una ducha y salir pitando.

La señora de la limpieza terminaba su jornada mientras yo me lavaba el pelo a toda velocidad. Al poco rato las luces del vestuario se apagaron y yo salí zapateada y empapada preguntando a gritos qué había pasado.

Me vestí como las balas, con la melena todavía chorreándome por la espalda, y cuando quise salir por la puerta me la comí de lleno. Cerrada a cal y canto.

Empecé a gritar avisando de que estaba allí dentro. Miré el reloj, era casi las 00:15 y claramente me habían olvidado allí dentro.

¿Pero es que todas estas mierdas me tienen que pasar a mí? Les va a caer una denuncia que pa’ qué‘ mascullé cabreadísima.

En un último intento volví a golpear la puerta ahora ya con apenas ganas. Y de pronto escuché una voz amiga al otro lado.

Carlos me liberó de aquel vestuario y entre risas se disculpó en nombre de aquella limpiadora despistada que me había olvidado allí dentro. El centro continuaba en auténtica penumbra y a mí me dio la risa floja ante la peculiarísima situación.

Me dijo que había tenido suerte, que cuando le tocaba a él cerrar el centro siempre aprovechaba para recoger la sala a fondo y solía salir más tarde de lo habitual. Y de repente se hizo el silencio entre los dos. Como idiotas nos quedamos parados ante las puertas de los vestuarios sin saber qué más añadir a todo aquello. Lo lógico hubiera sido irnos cada uno por nuestro lado, pero no fue en absoluto lo que ocurrió.

Carlos acarició tímidamente mi mano y yo sentí un chisporroteo que me recorrió buena parte de mi cuerpo. Y entonces, me lancé. Dejé caer la mochila que llevaba colgando y me abalancé directa a por los labios de mi monitor.
Su respuesta fue abrazarme con fuerza, llevando sus manos directas a mi culo. Fue un beso largo y muy intenso. En un silencio irrompible.

Sin siquiera hablar nos dejamos llevar hasta la sala de actividades dirigidas. Carlos se desnudaba sin dejar un segundo de besarme, y yo lo ayudaba dejando al descubierto un cuerpo para comérselo. Cuando llegamos a la sala yo misma empecé a desabrochar los botones de mi blusa mientras Carlos me miraba con deseo. En pocos segundos me encontraba completamente desnuda frente a él.

Ese sí que es un cuerpazo‘ susurró aquel chico mientras besaba mi cuello.

Pasé de cero a cien en un micro segundo. Nos tumbamos sobre las colchonetas de la sala y allí mismo dimos rienda suelta a esa tensión sexual que ambos habíamos acumulado durante semanas.

De vez en cuando levantaba la mirada y admiraba aquella escena que éramos los dos follando reflejada en el inmenso espejo de la clase. La espalda ancha de Carlos y yo sentada sobre él, o todo su cuerpo sobre el mío haciéndome ver las estrellas.

Nuestra imprevista cita terminó bajo la ducha. Era verano y ambos sudábamos como si hubiésemos terminado una gran serie de ejercicios. Bajo el mismo chorro nos acariciábamos y nos mirábamos con cariño. Estaba desconcertada pero tan a gusto a la vez…

Aquella noche marcó un antes y un después en mi modo de ver las cosas. Mi relación con el deporte, con mi forma de quererme, conmigo misma… cambió radicalmente. Había pasado toda mi vida creyendo que mi autoestima estaba por encima de todo, que me quería lo suficiente para hacer frente a lo que fuese, pero no era verdad.

Continué conociendo a Carlos, días después de tanto sexo en la oscuridad tuvimos otra cita, y después otra, y otra más. Pocos se creían que la gordita del gimnasio podía haberse llevado de calle al entrenador, pero así fue.

Aprendí a romper esa barrera que yo misma había construido a base de prejuicios sobre el mundo del fitness. Que todo cuerpo tiene cabida cuando la intención es sentirnos mejor y más saludables. ¿Y el peso ideal? Ese sigue sin ser exacto, todo depende del punto en el que nos encontremos a gusto.