Hace ya algunos años, mientras vivía en la capital del Reino— Madrid para los amigos—, me dio por pensar en cómo abaratar el coste de mis frecuentes viajes a casa. Aunque no solía hacer el trayecto en coche porque eran demasiadas horas y no me salía a cuenta, me dio por probar aquello del «BlaBlaCar». Allá que fui a poner un anuncio y me escribió una chica de mi pueblo que quería pasar unos días en la capital, ¿qué podía salir mal?
La chica llegó puntual. Ya me había comentado que prefería evitar el autobús porque le resultaba muy incómodo debido a su altura. Vale, ya esperaba a una muchacha muy alta, debía de medir dos metros fácilmente. No es que yo tuviera problema alguno, pero… mi coche era más bien pequeño. Puso su maleta directamente en el asiento trasero, la sujeté con el cinturón por seguridad y se acomodó a mi derecha. Bueno, acomodarse era mucho decir, porque las rodillas le llegaban al pecho.
Emprendimos un largo viaje, con una previsión de unas seis horas para llegar a nuestro destino. No teníamos mucho en común, o nada, y tampoco quiso elegir la música, así que intenté hacer el viaje lo más ameno posible charlando de todo y de nada. Me contó que había quedado en Madrid con un chico que había conocido haciendo un anuncio de gente muy alta y el plan era que le diera como a cajón que no cierra durante unos días.
Si nunca habéis viajado con personas que no conocierais anteriormente, los viajes se pueden volver muy distendidos y entretenidos… o todo lo contrario. Cuando el copiloto se duerme —que no es lo más recomendable porque le puede dar sueño a la conductora —, vas todavía más aburrida que de costumbre, pero es preferible eso que andar intentando sacar temas de conversación forzada durante horas. Es agotador.
Por no alargar el viaje más de la cuenta, sólo hice una parada a mitad de camino más o menos. Estábamos atravesando Extremadura —extrema y dura —y paré en una gasolinera con área de descanso. Bajamos a estirar las piernas, ella más que yo, y fuimos al servicio. Las caras de las personas que se encontraban en el lugar eran un poema, yo parecía una enanita a su lado. Al menos, pudimos descansar un poco la una de la otra.
Volvimos al coche para seguir con nuestra marcha y nos cruzamos con unos guardias civiles que entraban en el área de descanso. Noté que se puso un poco tensa y apenas habló durante un rato, pero no le di mayor importancia.
Una vez de regreso a la autovía, abrió conversación:
—Espero que no nos paren.
—¿Que no nos paren?, ¿quién?
—La poli o los picoletos —respondió, un poco esquiva —. Es que llevo drogas en la maleta y la multa son lo menos mil euros.
Se me cayó una gota de sudor por la frente. De repente, empecé a imaginarme tratando de explicarle a un agente que yo a esa persona no la conocía de nada y que teníamos un acuerdo para el viaje. En aquella época, incluso se pagaba en mano, por lo que no quedaba rastro de transferencia bancaria, como mucho las conversaciones por la web. La siguiente imagen era de mí misma esposada, detenida y encarcelada por narco. Acabaría en prisión entre proxenetas y asesinas por ahorrarme quince cochinos euros. ¿Y si la dejaba en mitad de la carretera? No, tampoco era buen plan, que vivía en mi pueblo y tenía unas manos como hogazas de pan. Decidí proseguir mi camino tranquilita y sin hacer mucho ruido, pero rezando a cualquier dios para que no nos parasen las fuerzas del orden.
Al llegar, nos despedimos cordialmente y por fin bajó la dichosa maleta de mi coche. Me fui a casa y me bajé como recién sacada de una caja, no podía estar más doblada y tensa. Tardé varios años en volver a usar los servicios de la web para compartir coche, no me daba el corazoncito para tantas aventuras sin preaviso. Si me habían metido drogas, ¿quién me decía que otro día no serían niños descuartizados? Una y sus dramas mentales.
Deberían adoptar el lema «si vas a usar blablacar, nunca sabrás lo que te van a colar».