Os voy a contar una historia de las más rocambolescas que he vivido. Mi profesor de universidad quería una relación conmigo.

Todas hemos escuchado la típica historia del profesor que va detrás de una alumna, o de la alumna que está enamorada de su profesor. Teniendo en cuenta y sin pasar por alto los diferentes niveles de autoridad en los que están el profesor y la alumna, estas historias se oyen aún hoy por los pasillos de los colegios y las universidades. 

Si os soy sincera, nunca pensé que a mí me pasaría algo así. Es cierto que sí he sentido la admiración por profesores y profesoras, y es cierto también que algún profesor que otro me ha parecido atractivo, pero nunca ha ido más allá de una simple fantasía. 

 

Mi historia empezó cuando yo hacía segundo de carrera. Había un profesor que me tenía encandilada, no por su belleza ni por su atractivo, sino por cómo explicaba, por la pasión que tenía por su trabajo. Curiosamente, sus clases siempre estaban llenas. Hasta los estudiantes menos aplicados querían coger un asiento en esas clases abarrotadas. Nos explicaba la historia y los filósofos como si fueran personajes reales que estuvieran hablando con nosotros. Podíamos hablar con Nietzsche, Rousseau, conocer a Marx, etc. Era una gozada.

 

Yo siempre tuve a ese profesor como mi favorito de la carrera, y aún hoy, si me preguntan, diría que fue el que más me inspiró y me gustó (como profesor). Entonces, decidí hacer mi trabajo de fin de grado con él. Le contacté y le expliqué lo mucho que me habían interesado sus clases y que me hacía ilusión hacer el trabajo con él. Él estaba bastante ocupado, pero, aun así, accedió.

Las tutorías iban bien. Él me corregía donde veía que flaqueaba mi trabajo y me daba buenos consejos. A medida que yo me enfrascaba más en el trabajo, él también se animaba más. Éramos buenos trabajando juntos, y nos encantaba la materia. 

profesor alumna

El curso acabó y yo entregué el trabajo. Había sido una grata experiencia. Acabé el mes de febrero, y en abril recibí un correo electrónico de mi profesor. En él decía que estaba delicado de salud, y que le tenían que operar pronto. Yo ya sabía que tenía problemas de salud, pero me lo pintó tan grave que me preocupé mucho. En el mail también me sugería que le llamara o le escribiera para hablar de mi futuro profesional, porque él me podía aconsejar. 

 

Yo le contesté que me iba bien llamarle, porque me había chocado muchísimo que me escribiera para contarme de su salud, y pensaba que estaba realmente mal, a punto de palmarla. La cuestión es que empezamos a llamarnos. En nuestras conversaciones hablábamos de todo: de la carrera, de su salud, de los estudios… Incluso llegué a hablarle de relaciones que había tenido con mis ex, porque había cogido confianza. Para mí se convirtió en un buen amigo. Y nada más, porque el hombre no me atraía nada físicamente, y además tendría cincuenta y tantos. 

 

Pero un día, hablando en coña sobre qué haríamos en vacaciones, le dije que mi ciudad era bonita y que un día tenía que venir. Esa conversación quedó ahí, y la cosa es que yo un día me encontraba tranquilamente paseando cuando recibo una llamada suya y me dice que había estado mirando hoteles y que qué zona era la más adecuada, para que no quedara muy lejos de mi casa, porque iba a venir en vacaciones.

Yo flipé en colores, no pensaba que se lo hubiera tomado en serio. Pero el caso es que sí, vino. Llegó a venir. Yo, en ese entonces no me imaginaba sus intenciones, pero mis amigas me habían advertido que no venía “de vacaciones”, que venía a verme a mí. Y así fue, por mi estúpida costumbre de quedar bien y agradar y hacer sentir bien a la gente (costumbre que se me ha ido quitando con los años), le enseñé un poco de mi ciudad y fui con él a varios sitios. 

 

Una noche fuimos a cenar y me dio mucho asco. Empezó a mirar a las mujeres que había por allí, y me dijo que eran preciosas, que yo nunca llegaría a ese nivel, pero que yo tenía una personalidad preciosa. Yo le dije que a mí me encantaba mi cuerpo y lo dejé callado. Luego, de camino a su hotel, vio a una chica que según él estaba gorda, y dijo que eso no le gustaba nada, que era asqueroso. ¡Y la chica le daba mil vueltas al orangután ese!

Yo le rebatí y él me salió con argumentos del siglo XVIII, y allí me di cuenta de lo horrible que era. De la academia sabía mucho, pero de la vida, bien poco.

Esa noche se cayó del pedestal de donde lo había puesto. 

Yo aguanté el día que quedaba como pude, haciendo de tripas corazón, y cuando se fue a su casa, me escribió un mail larguísimo sobre lo muy enamorado que estaba de mí, y sobre las diferentes visiones que teníamos del amor, y que él sufriría mucho si salía conmigo… ¡Se había montado una película de Almodóvar! Era nulo, nulo, nulo, en las relaciones, especialmente las sentimentales. 

Le respondí al mail diciéndole que se había pensado cosas que no eran y que él nunca me dijo que tenía esas expectativas de nuestra relación de amistad, a lo que él respondió de manera hiriente, a la defensiva, haciéndose el ofendidito.

A partir de ahí no le respondí más a sus mails. Parecía que tenía quince años. Flipé con la estratagema que utilizó de darme pena con lo de su enfermedad para ver si era manipulable, y luego vino por la cara para ver si podía pillar cacho. Y luego, cuando vio que no era tan fácil de manipular, me echó todo lo que pudo y más en cara. Le faltó llamarme Satanás.

 

Seguramente será la historia más rara de profesor-alumna que hayáis leído, pero estoy contenta de no haber hecho realidad ninguna fantasía con ningún profesor. Por lo que se ve, en gran porcentaje, acaban mal.

 

Lunaris