El otro día me llamó una de mis mejores amigas. Muy seria y algo preocupada me pidió que encendiese la televisión para ver lo que estaba pasando en Telecinco. No soy yo mucho de programas de ningún tipo, pero ella insistió tanto que tuve que hacerle caso. En la pantalla un hombre joven no dejaba de repetir una y otra vez que iba a contarlo todo, que quería ser sincero, mientras el presentador lanzaba una pregunta tras otra. Me quedé prendada de la historia y entonces comprendí por qué aquella amiga mía me había pedido que atendiese a la entrevista, aquella historia era prácticamente la mía o al menos, la que yo sufrí.

Cuando ya había perdido toda esperanza una noche en medio de un local que olía a humedad, conocí a Sergio. Era alto, fuerte, guapo, y tenía una labia que para ellos la quisieran muchos profesionales de la comunicación. Me atrajo por cómo me miraba, por lo bien que me escuchaba y por lo mucho que parecía tener que contarme. Aquella noche empezó todo, con un intercambio de números de teléfono que nos llevó a empezar a quedar casi a diario.

Nos hicimos amigos, de los mejores. Tonteábamos mucho pero ninguno se lanzaba a dar el paso. Yo por aquel entonces acababa de estrenar mi primer trabajo serio en una importante consultora. Me había alquilado un pequeño piso en uno de mis barrios preferidos y veía mi futuro perfecto. Él era algo mayor que yo y llevaba un tiempo trabajando como corredor de seguros en una conocida empresa, aun así su personalidad emprendedora le estaba animando cada vez más a abrir su propia oficina.

Me encantaba escucharle hablar con tanta pasión de lo que hacía, de lo que esperaba para los próximos años. Sus palabras siempre me invitaban a no conformarme con lo que ya tenía, a pensar a lo grande. Su optimismo era contagioso, muy contagioso.

Y así fue como Sergio y yo hicimos crecer lo nuestro. Desde una tarde de sábado en la que dos vermuts fresquitos nos animaron a tirarnos a la piscina, a darnos un primer beso que vieron decenas de personas en una terraza del centro. En aquel instante sellamos una especie de trato en el que dejábamos de ser esos amigos por casualidad para convertirnos en la pareja que cualquier persona hubiera deseado. Risas, amor, mucha pasión, confidencias… ¿En qué momento pude llegar a creer que algo tan perfecto podía existir?

Os voy a ahorrar toda esa etapa happy flower en la que nuestra única vida éramos Sergio y yo. Pasaron unos meses hasta que decidimos irnos a vivir juntos. Animé a mi querido novio a que se mudase a mi casa pero él pensó que ya de hacerlo, lo mejor sería dejarnos de alquileres y empezar a mirar una casa que fuese realmente nuestra. Me dio un poco de miedo al principio, pero Sergio no dejaba de repetirme una y otra vez que los alquileres solo sirven para tirar el dinero. Que en todo caso siempre podríamos vender de nuevo cuando quisiéramos cambiar.

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Me dejé asesorar por él, no os imagináis lo bien que lo planteaba siempre todo. De un plumazo terminaba con cualquier duda que pudiera surgir en mi cabeza. Nos metimos en una hipoteca a mi nombre, solo al mío, ya que él afirmó tener un par de créditos abiertos por el tema de su trabajo. Sí, por aquel entonces ya tenía en marcha su magnífico plan de emprendimiento. Firmé mi hipoteca, pagamos religiosamente la entrada del piso, y en pocos días estábamos mudándonos a nuestro nidito de amor.

Creo que a estas alturas podéis imaginar por dónde van los tiros de esta historia de mi vida. Ahora mismo lo pienso y no entiendo cómo podía estar tan ciega, quizá como os digo porque Sergio era un mago de las palabras. Era capaz de venderle una nevera a un esquimal y quedarse tan ancho. Y a mí consiguió venderme toda una vida por delante que después me robó, literalmente.

Pocos meses después de mudarnos él mismo fue el que me propuso abrir una cuenta bancaria conjunta en la que ingresar mensualmente un dinero compartido. No lo vi descabellado. De hecho llevaba algún tiempo pensando que nuestra economía mútua era un poco caótica, y de esa manera podríamos controlarlo todo mucho mejor. Sergio manejaba siempre mucho efectivo, decía siempre que sus clientes preferían pagarle así y día a día me aseguraba que lo ingresaría. No me gustaba que sacase del bolsillo aquellos fajos de dinero, ni por su seguridad ni por la imagen que daba.

Pasaron aproximadamente dos años, dos largos años, hasta que la bomba explotó. No lo hizo de golpe sino que como si de un cuento se tratase, fui descubriendo una serie de detalles que me hicieron llegar al monstruo final.

Todo empezó con una llamada de mi gestor bancario. Sergio tenía en aquella entidad su cuenta de empresa y algo parecía no ir bien. Un poco entrecortado por la incomodidad, aquel chico normalmente simpático y alegre me preguntó si mi pareja estaba bien, llevaban más de dos semanas intentando contactar con él y no habían sido capaces. Le excusé como pude pensando que quizá el trabajo lo tenía absorto en el horario que lo llamaban, y les prometí que daría el recado.

Esa tarde le comenté el suceso a Sergio sin darle mayor importancia. Él se descolocó bastante, por primera vez desde que lo conocía lo vi masticar un poco de angustia, pero rápidamente me dijo que llamaría al día siguiente sin falta. Aproveché para preguntarle si todo iba bien y, por supuesto, me aseguró que de maravilla. Le ofendía que dudase de su éxito.

En todo aquel tiempo me había acercado en alguna ocasión a su amada oficina. Había contratado a dos chicos jóvenes que le ayudaban y lo trataban como el sabio mecenas que los instruiría en el mundo de los seguros. Todos allí vestían con traje y corbata aunque para ser sincera, sus pupilos lucían siempre como dos niños que le habían robado el atuendo a sus padres. Por entonces me producía bastante ternura, ellos también querían comerse el mundo y estaba claro que Sergio podía enseñarles cómo hacerlo.

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Unos días después de aquella llamada del banco, llegaron otras. Mi gestor me solicitaba una visita de Sergio cuanto antes. Su voz sonaba ya a preocupación y pregunté si todo iba bien. De todas formas su respuesta me la imaginaba, era información que no podía darme. Y no sé muy bien por qué según colgué el teléfono algo me hizo acceder a la web del banco para revisar mi cuenta compartida con Sergio. Era cierto que los últimos meses había tenido que recordarle que ingresase su parte. Siempre lo achaqué al poco tiempo que tenía en el trabajo, ¿pensar mal de mi chico? Jamás. Para mi sorpresa y decepción, el histórico de la cuenta lo decía todo, Sergio había retirado más de 500 euros el día anterior. No lo comprendía, era mucho dinero, no me lo había consultado.

Llamé, un par de veces, sin respuesta. Continué mi trabajo tras enviarle un mensaje pidiéndole que me devolviese la llamada en cuanto pudiera. Pasó la mañana y en mi hora de la comida decidí salir directa a la oficina de Sergio. Nunca fui una chica de impulsos, pero aquel día algo me decía que él no estaba bien, que podía necesitarme o qué sé yo.

Unas paradas de metro después me planté delante de aquella pequeña pero acogedora correduría de seguros. Estaba cerrada a cal y canto. Volví a llamar a Sergio, que respondió rápido.

Hola cariño, leí antes tu mensaje pero me pillas en un día a tope de trabajo, ¿cómo estás? ¿todo bien?‘ Se le escuchaba sofocado, como si sus palabras surgieran mecánicamente.

Sí claro, estoy bien, ¿tú? ¿Ya has salido a comer?‘ Revisé el interior de la oficina, apagado por completo.

¡Qué va! Aquí estoy todavía encerrado, tenemos mucho trabajo…

Me tembló el cuerpo, sentí una especie de puñetazo en la garganta que bien podría haber sido ira y rabia contenida. En cuestión de segundos pensé en qué poder responder. En dejarlo seguir, o plantarme por primera vez en mi vida. Me mantuve en silencio un segundo.

Sergio, estoy delante de tu oficina, ¿dónde dices que estás tú?

Con esa pregunta encendí una mecha. Pude haber recibido la respuesta del que era mi novio, una excusa burda aunque fuera, unas palabras sin sentido con las que intentara explicar todo aquello. Pero no. En su lugar escuché un pitido que me informaba de que Sergio había decidido colgarme el teléfono. El puñetazo en la garganta se agudizó mucho más y mientras procuraba entender todo aquello observé con detenimiento la persiana que cubría la entrada de la oficina. Acumulaba polvo y porquería, más que cualquier otra que hubiese sido abierta hacía poco tiempo. Viajé en el tiempo buscando pistas, dándome cuenta de lo ciega que había vivido.

Volví al trabajo con las lágrimas acumuladas en los ojos. En todo el trayecto había vuelto a llamar a Sergio hasta en tres ocasiones, pero en ninguna de ellas tuvo la decencia de responder. Se me pasaron un millón de ideas por la cabeza. Desde una infidelidad hasta un problema de adicción que yo no había notado. Llegué a martirizarme pensando en que todo aquello había sido culpa mía por no haberme dado cuenta de sus problemas.

Ya por la noche esperé en casa nerviosa y con la ansiedad rozando los límites. Seguía sin tener ni una sola noticia suya, empecé a perder la esperanza en que regresase, ¿cómo iba él a explicarme todo lo que estaba pasando? Era evidente que algo no iba bien, y yo no quería ser su enemiga, solo quería ayudarlo en lo que pudiera. Pasé horas, una tras otra, abriendo un ojo ante cualquier ruido. Pero en aquella casa que había sido de los dos ahora solo me encontraba yo, yo con mi miedo, yo con mi preocupación, pero yo sola al fin y al cabo.

Dediqué el siguiente día a desentrañar lo que estaba pasando. Sin una sola noticia de Sergio. Me había puesto en contacto con esos amigos que él mismo me había presentado, había llamado a su madre, que entonces vivía al otro lado del país, nadie sabía nada de él. Con paso firme pero nerviosa entré en el banco rezando porque allí tampoco pudieran darme ninguna sorpresa más. Pero por descontado, eso no fue así. Mi gestor paró cualquier cosa que estuviera haciendo para atenderme en exclusiva, llamó incluso a la directora de la oficina y juntos nos sentamos en un iluminadísimo despacho en el que no había entrado nunca.

Pregunté si habían conseguido contactar con Sergio. No. Pregunté si podían contarme qué era lo que pasaba. No. Pregunté si tenían algo que decirme. Sí.

Estábamos a punto de llamarla nosotros, esta madrugada su pareja hizo diferentes retiradas de efectivo desde diversos cajeros al otro lado de la ciudad, de la cuenta en la que usted es cotitular. Esa cuenta ahora mismo está a cero.

El dolor de cabeza llegó de repente, como una sacudida que se unía al puñetazo de la garganta. Sergio había retirado más de tres mil euros en distintos cajeros de un mismo barrio. Había ampliado el límite de la tarjeta y se lo había llevado todo, absolutamente todo.

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Aquellas dos personas me observaban y comprendieron al instante lo que estaba ocurriendo. Yo solo necesitaba el apoyo de alguien, una explicación que me hiciera entender un poco a ese Sergio desconocido que se dejaba entrever ahora.

Pedí que revisaran mi cuenta personal pero por fortuna aquellas cifras solo yo podía controlarlas. Aun así, mi confianza en Sergio me había hecho ingresar mucho más de lo que debía en nuestra cuenta compartida. ¿Había sido una decisión mía o de alguna manera él me había llevado a hacerlo? Nunca lo sabré.

Lo que llegó después, en cuestión de pocas semanas, fue todo un entramado de mentiras y disgustos que me hicieron caer en una depresión de la que todavía intento salir hoy en día. Aquella vida positiva y llena de energía que tan bien me había vendido ese hombre no era más que una patraña de lo que pudo haber sido pero que él nunca había planeado.

Sergio era corredor de seguros sí, pero también un fraude con patas que no hacía más que engañar a todo el que se le pusiera por delante. Aquella bonita oficina que era el sueño de su vida, en realidad no era más que una más de las muchas que había abierto y cerrado por toda España. Abría, vendía unos seguros muy baratos que no existían, y huía dejando a su paso deudas y pólizas fraudulentas.

Aquellos amigos de los que él me hablaba como de toda la vida, apenas eran unos colegas que había ido conociendo a su paso por la ciudad, a los que se había ganado con la misma labia. Su madre, una señora demasiado mayor, vivía ignorante por completo de los negocios de su hijo. Encerrada en una residencia con todos los lujos, pagada por ese dinero que su hijo conseguía engañando a cientos de personas.

Pronto empezaron a llegar a casa cartas y cartas de esa empresa tan solvente de la que tanto presumía aquel hombre. Deudas y más deudas, requerimientos, inspecciones… Todo aquello a lo que él no hacía frente y que yo opté por almacenar sin ni siquiera abrir. De él no supe absolutamente nada hasta pasado casi medio año de aquella última llamada. Guardo en mi recuerdo esa conversación como un último puñal.

Hola Paula, madre mía, no sé ni qué decirte…

Pues entonces solo pídeme perdón y no vuelvas a llamarme nunca más en la vida. No pienso reclamarte nada si lo haces así.

Lo siento muchísimo, te juro que jamás quise hacerte daño, estaba seguro de que contigo aprendería a llevar una vida normal, lejos de toda esta mierda…

Pero no lo has hecho. Me has arruinado, me has metido en un millón de problemas que tengo que afrontar sola, con un sueldo que casi no me da para respirar, ¡me has robado, Sergio!

Nos quedamos en silencio y entonces fui yo la que decidí terminar la llamada. Esa o cualquier otra que pudiera llegar a su nombre. Solo pensar en él la angustía me envuelve para no soltarme durante mucho tiempo. He tenido que tirar fotografías, borrar recuerdos, viajes… toda una relación que yo creía idílica, definitiva.

Un error de los grandes en el que yo no fui culpable, pero que me hizo sentirme responsable de todas sus mentiras. Han pasado cinco años y todavía no he conseguido salir adelante. El tiempo todo lo cura, o eso dicen, pero en mi caso me faltan variables en la ecuación.

 

 

Anónimo