Cuando empecé a salir con el que ahora es mi marido, lo hicimos con mucha calma y dando pasos pequeños. No queríamos apresurarnos, preferíamos asentar nuestra relación poco a poco, disfrutando el uno del otro sin prisas por presentaciones familiares. Al principio incluimos a amigos comunes, y ya más adelante a la familia. Pero en medio de todo ese plan, cuando llevábamos saliendo firmemente solo mes y medio, su padre decidió casarse por segunda vez y le dijo a mi pareja que me invitaba a la boda. Como era muy pronto, me dio mucho vértigo y decliné amablemente la invitación. Supuestamente todo quedó ahí, no hubo problema, y todo siguió su curso. Al año de relación fue cuando decimos hacer las presentaciones familiares oficiales, pues aunque ambas familias sabían de la relación, no conocían a la pareja de cada uno.
Con mi suegra y su marido todo fue bien, fueron amables, simpáticos y cariñosos. A mi suegro, sin embargo, lo noté algo más… áspero, por llamarlo de algún modo. Lo cierto es que su mujer fue más habladora y simpática que él, pero bueno, lo achaqué a que sería una persona más tímida y reservada y no le di importancia.
Poco después vino la época COVID y a ambos nos pilló en nuestros respectivos pueblos, cada cual en una provincia. Cuando se abrieron las fronteras y pudimos vernos de nuevo, decidimos reducir drásticamente las quedadas con más gente porque yo estaba cuidado de un familiar con cáncer y no quería llevarle la enfermedad a casa, además de que yo misma era persona de riesgo. Por eso, cuando en plena tercera ola su padre pretendió que fuéramos a una reunión familiar multitudinaria, nosotros decidimos no asistir.
Pasó el tiempo, seguimos juntos, y nos prometimos un par de años después. Y fue ahí cuando empezaron los problemas. Ese año, durante la cena de nochevieja en casa de su padre, os juro que casi se me atragantan las uvas y no fue por las campanadas. Llegamos y todo iba bien, absolutamente normal: abrazos y besos con la familia, enhorabuenas por el compromiso, etc. Nos sentamos a la mesa y me tocó sentarme frente a mi futuro suegro. Y entre conversación y conversación empecé a sentirme extraña. Me sentía incómoda, observada, no entendía por qué, todo era aparentemente normal. Hasta que me empecé a fijar en que mi suegro mantenía los ojos clavados en mí casi todo el tiempo. Yo le sonreía, pero él no me devolvía la sonrisa. Siempre que no le miraba nadie, su mirada se volvía fría como el hielo de la copa. Os juro que no entendía qué estaba pasando.
Al rato llegaron las uvas y después todos brindamos con el champán, pero tanto él como su mujer se negaron a brindar conmigo. Retiraron sus copas mientras se hacían los locos, como si yo no estuviese allí. Era casi ridículo ver los esfuerzos que hacían por no chocar sus copas con la mía entre todas las de los asistentes a la cena.
Al salir lo comenté con mi marido y me dijo que no se había dado cuenta, pero que al día siguiente llamaría a su padre para preguntarle qué ocurría.
Esa llamada fue el principio del fin. Mi futuro suegro le dijo a mi pareja que no me soportaba y que su mujer tampoco, que yo no era trigo limpio y que más le valdría no casarse conmigo. Nos quedamos helados y mi pareja le pidió explicaciones.
Pues resulta que el señor llevaba años enfadado porque no fui a su boda, sí, la que se produjo cuando mi chico y yo llevábamos menos de dos meses juntos. También le echó en cara que, en el tiempo del COVID, yo no quisiera asistir a aquella reunión familiar multitudinaria (cosa que decidimos en pareja, pero solo yo era la «culpable» a sus ojos). Pero es que, para colmo, le dijo que mi horario laboral le parecía sospechoso porque trabajo los findes, que él estaba seguro de que mi trabajo era mentira y que yo »me iba por ahí con otros hombres». Tal cual. Que yo era una falsa, una infiel, una mala persona y que no me querían ver mas. Y entonces soltó la bomba: le dijo que si seguía conmigo, no volvería a hablar con él.
Y de aquello hace dos años. Hoy por hoy mi marido no se habla con su padre y, en cierto modo, yo no puedo evitar sentirme algo apenada por ello. Aunque dijese todas esas falsedades e injusticias sobre mí, no me considero una persona rencorosa y pienso que padres e hijos deberían intentar mantener siempre su vínculo. Pero cuando lo hablo con mi marido, él siempre me responde algo que tampoco le puedo negar: la paternidad no consiste solamente en poner el espermatozoide, sino que luego hay que saber cómo comportarse para llegar a ser un buen padre.
Escrito por Carol M., basado en una historia real anónima.