Tenía 17 años y dos meses cuando me diagnosticaron epilepsia mioclónica juvenil. Y os juro que después de eso mi vida nunca ha vuelto a ser la misma.

Por aquel entonces, yo era como cualquier otra chica de mi edad: cursaba el bachillerato en el instituto del pueblo, salía con mis amigos, tonteaba con chicos, salía de fiesta casi cada fin de semana (y bebía y bailaba y reía y ligaba). Tenía una (más o menos) buena relación con mis padres, aunque nuestra relación se basara en un constante tira y afloja para ver quién daba su brazo a torcer, sobre todo en el tema de los horarios, pero nada fuera de lo normal. También sacaba muy buenas notas y disfrutaba leyendo y aprendiendo, además de tener muy buenos amigos en el instituto (y fuera del él), algunos muy especiales con los que compartía muchísimas cosas. Tenía muy buena salud y, en definitiva, era feliz. Visto así, parece que tenía una vida perfecta.

Pero todo cambió el verano de primero de bachillerato. Ese año, los que aprobábamos todo a la primera, cogíamos las vacaciones muy temprano, así que fue un verano en el que hicimos de todo y no paramos un momento de salir por ahí.

Hasta que, una día, al despertarme después de haber llegado a casa a las nueve de la mañana una noche de juerga, tuve una crisis epiléptica. Noté como mis brazos convulsionaban, luego mis piernas y luego todo mi cuerpo estaba fuera de control. Los segundos parecían horas. Oía a mis padres correr y llamar a la ambulancia. Me chequearon y me explicaron lo que me había pasado y me dieron una cita para un TAC.

El problema fue que nunca llegué a ir a esa cita, porque un mes después de esa crisis y en las mismas circunstancias (a la mañana/mediodía siguiente después de salir de fiesta), tuve otra crisis. Misma sensación de descontrol. Esta vez, la ambulancia me llevó al hospital y me ingresaron para poder hacerme todas las pruebas necesarias y poder hacer un diagnostico definitivo: epilepsia mioclónica juvenil. Me pusieron un tratamiento que consistía en tragar una pastilla (que en realidad estaba en período de prueba, por lo que fui un conejillo de indias) cada doce horas. También me hicieron varias recomendaciones: nada de alcohol (máximo una copa/un vaso), nada de drogas de ningún tipo (obviously), si quería trasnochar debía echar la siesta y si salía de día no podía trasnochar. Pero que podía hacer vida normal.

Total, que ahí estaba yo, una cría de 17 años que principalmente pensaba en chicos y en salir de fiesta y beber, con una enfermedad que me impedía salir como yo quería y como lo hacían (y hacen) los jóvenes de mi edad. Ahí estaba yo, con una medicación diaria que tenía como efectos secundarios la somnolencia, fatiga, aumento de peso, depresión, cambios de humos bruscos, agresividad y dificultad para concentrarse (entre otros). Así que, me encontré con que no veía la vida normal que los médicos me prometían. Yo estaba deprimida, enfadada con el mundo, cansada.

Tardé muchos meses a acostumbrarme a la medicación y necesité mucho tiempo más para asimilar mi nueva condición de epiléptica. Aún así, aprendí muy pronto que la gente como yo no habla sobre su enfermedad en público, que la mayoría de ellos no tienen ni idea de lo que es la epilepsia (tranquil@s, no se contagia) y de que siempre habrá gente que te insistirá para tomaros un chupito a pesar de que saben que no puedes.

A día de hoy, después de 5 años y medio, a veces todavía me cuesta aceptarlo (sobre todo cuando quiero salir de fiesta), pero creo que he conseguido llevar esa vida normal que me prometían los médicos y que yo no creía posible.

Por eso, animo a todas esas personas que estén pasando por lo mismo que he pasado yo y les aseguro que todo pasa, que a veces la vida se ve un poco negra, pero con tiempo y buena compañía, hasta las peores experiencias de la vida se convierten en algo de lo que podemos aprender. No dejéis que la epilepsia os consuma, no es lo único que os define como personas.

F.B.