Vengo a hablaros de un hombre. Como diría el Troy McClure de Los Simpson, tal vez le conozcáis de éxitos como Élite o La casa de papel. Su nombre es Miguel Herrán, tiene rizos rubios, catorce millones de seguidores, talento, y un problema mental. Puede que le reconozcáis mejor sin camiseta que con ella, o tal vez con la máscara de Dalí puesta, pero conocer la verdadera historia que hay tras su cara de niño perdido hará que le veáis más guapo que nunca. O quizá no, y solo más vulnerable, sensible, humano, que son valores que tienden a hacerte la cara más bonita. 

Si le ves en la portada de cualquier revista o artículo, como un Hércules de Instagram, posiblemente parezca un chulo, un cerebro haciendo eco, un tío de esos que lo tienen todo, dinero, éxito, fans, mujeres acosándole por la calle, hombres que envidian sus músculos, una vida hecha con veinticinco años. Y, sin embargo, la tenía deshecha con dieciocho. Y todavía por reconstruir fuera de los focos.

Miguel Herrán era uno de esos chavales sin oficio ni beneficio que se pasaba día y noche con los amigos por la calle, hasta que en una de esas aceras se cruzó con Daniel Guzmán. El famoso novio de la pija en Aquí no hay quién viva se empeñó en que fuese el protagonista de la película que iba a dirigir, A cambio de nada. Tres pruebas le hicieron, a cada cual más lamentable. A la primera fue sin saberse el texto, de la segunda se marchó y a la última ni apareció. La insistencia de este hombre hizo que un rodaje y mucho esfuerzo después, en 2016, ambos se subieran a recoger el Goya, mejor actor revelación y mejor director nobel. 

Sin embargo, lo que el público olvida es que hay ciertas cosas que arreglan los psicólogos, pero los premios no. Y ser chico Netflix tampoco. Miguel Herrán ha llegado a estar tan cachas que si hacía algunos movimientos rompía el mono rojo de atracador que vestía Río en La casa de papel. Desde el equipo de rodaje tuvieron que pedirle que parase de hacer ejercicio, al menos no tan a lo bestia como durante el confinamiento. Pero él no podía. Él sufre vigorexia desde mucho antes de salir de su barrio. Y es que el perfeccionismo, la presión, el culto a la imagen, la idea arraigada de que dependemos de nuestro cuerpo para ser queridos y aceptados, son látigos que golpean las espaldas de hombres y mujeres.

En femenino, da igual que no podamos rompernos la sudadera como Hulk, pero sí es importante que la sudadera sea una XS como el traje de Scarlett Johansson en Los vengadores.

Que alguien como Miguel Herrán, en el punto de mira de la juventud, la prensa, el mundo del cine y del arte, reconozca sufrir una depresión, verse insuficiente o gordo, pese a estar al borde de reventarse la ropa, es importante. Para sembrar empatías, para romper con esa exigencia que nos oprime, para deshacernos de objetivos de éxito absurdos, para dejar de idealizar a personas que solo son y quieren ser personas. “Actor y humano en formación” se define en su perfil. Y valiente, que nada hay más valiente que saberse vulnerable. Gracias, caballero, por hablar de las lágrimas.

 

AMAIA BARRENA