«Una sociedad obsesionada con la delgadez de la mujeres, no está preocupada por su belleza, sino por su obediencia» Naomi Wolf»

 

-¡Mira papá, una gorda en topless!

Cierro los ojos, tumbada en mi toalla. Sí, queridos señoro y señorito, soy gorda. Como diría un dúo cómico radiofónico de antaño, de las gordas de toda la vida. Desde que he tenido uso de razón me han bombardeado con que el chocolate, los dulces y las calorías, etc…  son el enemigo, mi enemigo, porque el resto del mundo podía disfrutar de ellos sin ningún sentimiento de culpa adherido después.

A mis tiernos 6 años mi tierna y gordofóbica pediatra me puso a dieta estricta. Ella lo hacía por mí y por mi salud, la pobre. Gracias a ellas experimenté por primera vez la excitante sensación de sentirte la ropa holgada y, además, alegrarte por ello. Yo aún no lo sabía, pero seguramente me hubiese ido bastante mejor si en vez de la dieta y la presión sobre mi aspecto, alguien me hubiese ayudado a desarrollar mejor mi autoestima. Hubiera sido muy útil para poder enfrentar los insultos, las mofas, incluso el castigo físico que me daban el resto de niños que me rodeaban. La crueldad de los infantes, ya saben.

Adolescencia inmersa en un trastorno de la conducta alimentaria sin ser consciente de él, es decir, sintiéndome una loca, bicho raro, freak y un monstruo que hacía daño y destruía todo lo que estaba cerca de mí. ¿Precioso, verdad? La cantidad de sufrimiento que soporté en aquella época podría recargar las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. Afortunadamente, es agua pasada.

 

En mi juventud asumí el reto de vencer mi TCA, pero eso es otra historia y ya la contaré o no. No fue fácil, no fue rápido y aún tengo secuelas de mis heridas. Pero sí puedo decir que mereció la pena. Aprendí a quererme, a respetarme, a cuidarme. Aprendí que la persona más importante de mi vida soy yo y nadie más que yo. Aprendí el incalculable valor de la ayuda de los demás, de la cooperación. No estamos solos.

 

-Pero papi, ¡mira!

 

Entreabro los ojos y miro al crío renegrío que me señala como el que apunta a una especie en peligro de extinción. Hago ademán de incorporarme y me tumbo boca abajo mientras le muestro con orgullo mi enorme y orondo culo de gorda adornado por mi bikini mínimo mientras me acuerdo pesarosa del tanga que he desechado ponerme esta mañana. Niño, la playa es de todos, mía también. Ahora que la he conquistado, ni un paso atrás.

Pilar Lahuerta