Ojalá pudiera decir que estoy orgullosa de cómo he actuado a lo largo de mi vida, pero estaría mintiendo. He pasado por algunos episodios oscuros de los que me arrepiento, de esos a los que no dudaría en volver y hacer las cosas de otra manera si alguien me diese la oportunidad de viajar atrás en el tiempo. Cambiaría muchas de las decisiones que tomé, pero, sobre todo cambiaría mi forma de afrontar ciertos problemas y situaciones. Quisiera poder ir a hablar con mi yo del pasado y pedirle que no se comportara así, que no huyera, que no se refugiara en aquellas pastillas para dormir. Que fuera a terapia, que aprendiese a gestionar sus emociones de otra manera. Que pidiera ayuda.

Pero no puedo, así que toca asumir, aceptar lo que pasó y tratar de evitar caer en los mismos errores en el futuro. Porque ya no hay nada que pueda hacer para corregir ni eliminar las cagadas más grandes que cometí. Como, por ejemplo, perder a mis hijos.

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Uno de ellos era menor todavía cuando los tres eligieron vivir con su padre y un juez consideró que era lo correcto. Por aquel entonces a mí no me lo parecía, tardé años en entender que sí lo era. Yo todo lo que sentía era la traición de unos niños por los que había dado lo mejor de mí. Estaba segura de que mi ex les había ido comiendo la cabeza en cada encuentro, fin de semana o período de vacaciones que pasaban juntos. No había otra explicación. Era una conspiración del mayor, del padre y del juez, que se habían aliado para joderme. Yo lo veía clarísimo. Porque en ningún momento consideré que mis hijos pudieran no estar bien conmigo. No era consciente de mi estado, de lo que les perjudicaba, de que no estaban bien atendidos. No lo fui hasta que me quedé sin ellos. Hasta que, meses después de que se trasladaran a la casa de mi ex, tocara fondo y la realidad se me viniera encima. Y, de golpe y en un difícil ejercicio de humildad, lo entendí todo. Los días enteros que pasaba en la cama, la absoluta falta de interés en cómo les iba en el colegio o el instituto. El tratamiento dental abandonado a medias. Las penurias a causa de los escasos ingresos por no trabajar como era debido. Los gritos, las broncas, las salidas de tiesto de mi parte.

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Que mis hijos se plantaran y decidieran irse a vivir con su padre en cuanto pudieron, fue en realidad lo mejor que me pudo pasar. Me hicieron un favor. Porque, de no haber sido así, tal vez nunca habría visto que estaba tirando mi vida a la basura. Y arrastrándoles a ellos en el camino.

Me propuse recuperarlos, para lo cual, antes que nada, debía poner en orden mi cuerpo, mi casa y mi trabajo. No fue fácil, recaí más veces de las que quisiera admitir y me demoré más de lo que había calculado. Pero lo conseguí. Poco a poco estuvieron más dispuestos a ampliar el tiempo que pasaban conmigo. Los fines de semana que pasaban en su antigua casa dejaron de ser un drama. Nuestro tiempo juntos era tiempo de calidad.

Y así, pasito a pasito, terminaron eligiendo volver.

En la actualidad tengo muy buena relación con los dos mayores, ya independizados, y el más jovencito aún vive conmigo. No estoy segura de si eso habría sido así si no se hubieran ido por aquel entonces.

 

Amelia

 

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