Mis padres se van a morir. Lidiar con el duelo antes del duelo

 

El verano pasado, mientras yo discutía de madrugada con mi novio porque había vuelto a perder las llaves de casa y nos tocaba llamar al cerrajero por enésima vez, a mi padre le ingresaban en el hospital con la tensión en 23. Si no sabes qué significa esto es que tienes mucha suerte y nunca has tenido que aprender los límites de una tensión saludable porque nunca te ha pasado nada grave. Pero ya te lo digo yo: tenerla en 23 es como intentar huir de un asesino con un pie roto (tú, no el asesino). Mi padre tuvo suerte y su asesino invisible, como algunos llaman a la tensión alta, decidió que todavía no tocaba. 

Desde entonces, la certeza de que algún día, ya no demasiado lejano, mis padres morirán, me encoje el estómago constantemente. Mientras me lavo los dientes, mientras me exfolio el cuero cabelludo, mientras me corto las uñas de los pies. En el momento más insospechado, imagino la manera en la que me dan la noticia, quién me da la noticia, qué tarea sin importancia estoy haciendo cuando me interrumpen para comentarme que mi vida como la conocía se ha acabado. Si el día es especialmente malo, imagino que mueren en mi presencia y que no puedo hacer nada para evitarlo. Y lloro. 

A todo esto se suma un agravante, además: Vivo con ellos. Hace seis años, después de pasarme once dando tumbos por el mundo, volví a casa. Una de las razones por las que lo hice fue, precisamente, que empezaba a notar que se hacían mayores. Solía visitar mi ciudad cada cuatro o cinco meses. No pasaba demasiados días aquí para no acostumbrarme demasiado (la depresión posvacacional era directamente proporcional al tiempo de vacaciones, claro), pero una semana me bastaba para darme cuenta de que papá y mamá iban entrando poco a poco en esa categoría de ser humano que, hasta entonces, había reservado para abuelos y abuelas sentados en sillones de tweed: se estaban haciendo VIEJOS.  

Olvidaban cosas más a menudo (“¿A qué venía yo a la cocina?” “¿Dónde habré dejado las gafas?”) y decían mucho “Aaaayyy” al levantarse del sofá. Caminaban encorvados, casi nunca me oían a la primera, les costaba más salir de casa. Siempre he pensado que, si ellos no existieran, nunca habría vuelto a mi ciudad. 

Ahora, cada señal de deterioro me cierra la garganta y me da dolor de barriga. Si tienen cita médica, ya sea por un resfriado o por una muela picada, me paso la mañana inquieta y temiendo que salgan de la consulta con un diagnóstico fatal. Ambos llevan semanas tosiendo y, aunque sea por un dolor de garganta estacional, me convenzo a mí misma de que tienen cáncer y de que morirán con quince días de diferencia.

Si discuto con ellos por algo, después me siento Lucifer. “¡Cuando se mueran, te arrepentirás de criticarles!”, me grito por dentro.  

Es como si estuviera preparándome para el duelo antes de tener que enfrentarme a él, y no sé muy bien cómo evitarlo. Abro el Instagram para intentar pensar en otra cosa. Veo una publicación de los castillos del Loira. Ay, a mamá le encantaría visitarlos. ¿Nos dará tiempo a ir antes de que se muera? Lloro. 

 

Berta G.