Apenas había amanecido, pero me desperté llena de energía, salté de la cama como un resorte, me puse las zapatillas y me deslicé por el pasillo, camino al salón, con gran sigilo y no menos prisa. Tenía cinco años, era la mañana del seis de enero y me moría de curiosidad por ver lo que mi madre me había comprado.

Has leído bien, me levanté llena de ilusión por abrir los regalos que me había comprado mi madre. Era muy consciente de que ningún trío de magos se había colado en el edificio, con nocturnidad y alevosía, para dejarme los deseados presentes bajo el árbol.

Porque en mi casa nunca creímos en esa fantasía de Papá Noel y los Reyes Magos, pero nunca nos faltó la ilusión.

Mi madre, esa mujer que no se compraba ropa y no solía tener apetito (ajá, ajá…), trabajaba muy duro para que nunca faltase en la nevera un yogur que darnos de postre, pero rara vez podía permitirse comprarnos regalos. Y la época navideña no era una excepción. Fue por eso por lo que tomó la decisión de hacernos partícipes desde bien pequeños de las circunstancias de nuestro hogar y contarnos de qué iba el tema. Su mayor miedo era que nos cuestionásemos por qué los Reyes dejaban tantos regalos a nuestros amiguitos y compañeros de cole y tan poca cosa a nosotros. Temía que pensáramos que no éramos buenos, ya que todo niño sabe que, si eres bueno, recibirás montones de regalos.

Probablemente pienses que tuve una infancia muy triste, pero no fue así para nada. Saber que quien dejaba un paquete bajo el árbol para mí, o una moneda bajo mi almohada, era mi señora madre y no un ser mágico de dudosa proveniencia, no restaba un ápice de ilusión al momento. Recuerdo las noches de Reyes intentando no caer en los brazos de Morfeo para poder levantarme en cuanto mis padres se quedaran dormidos, e ir a echar un vistazo. Nunca pude hacerlo, me dormía siempre y ya era de día cuando despertaba, iba a la sala a por el paquete (normalmente era uno solo) y corría al dormitorio de mis padres para abrirlo.

Conforme fui creciendo entendí cada vez más la decisión de mi madre. En la actualidad los maestros son muy cuidadosos, que los pobres tienen muchos frentes delicados que atender y la mejor opción es la de evitar el problema. Sin embargo, a finales de los ochenta, al menos en mi colegio, cada ocho de enero tenía lugar el tradicional ‘a ver niños, ¿qué os han traído los reyes?

Me acuerdo de un año en el que, después de escuchar las docenas de regalos molones de media clase, cuando llegó mi turno, respondí más feliz que un cerdo en una poza: ‘a mí un edredón’.

La profesora pensaba que estaba confundida y no se quedó a gusto hasta que le dije que sabía lo que era un edredón. Le aclaré que era como una manta grande para la cama. Y que el mío era muy molón, de muchos colores y reversible. ¡Que era como tener dos edredones! Y que a mi hermano también le habían traído uno y ahora nuestras camas gemelas parecían más gemelas que nunca.

Otro año fue una mesilla de noche, con tres cajones. Buah, uno para mí, uno para mi hermano, ¡y otro para compartir! Jugamos durante horas aquel día con el dichoso mueble.

No todos los años era así, hubo alguna muñeca, una mochila muy chula… en cualquier caso, el regalo no definía mis navidades ni afectaba a la ilusión con la que las vivía. De verdad que me encantaban las fiestas, las esperaba con la misma ansia que el verano o mi cumpleaños. Disfrutaba paseando por las calles iluminadas, poniendo el árbol, decorando el salón… Y qué decir de los dulces navideños, las comilonas con la familia. O acostarse tarde, ver Solo en Casa y sus secuelas por cuarta vez…

No hubo un solo día en que nuestras circunstancias me hicieran sentir mal, o inferior… ni tan siquiera envidiosa. Al contrario, conocerlas me hacía valorar lo poco que teníamos. Y lo que me divertía cuando los otros niños nos contaban lo que le dejaban preparado a Papá Noel, que los camellos se habían bebido un cubo de agua, que habían oído cómo cerraban la puerta… me hacía muchísima gracia, pero nunca, jamás, revelé la verdad a otro niño. No sé cómo lo consiguió mi madre, pero ni mi hermano ni yo dijimos nunca lo más mínimo a otra criatura inocente. Nos limitábamos a escuchar, disimular y esperar a llegar a casa y comentarlo entre nosotros.

Es posible que mi madre tuviera otros recursos a su alcance que no pasasen por privarnos de la magia de la Navidad y del ratoncito Pérez, puede ser. No obstante, no la juzgo ahora ni la he juzgado nunca, ella jugó su baza como mejor supo.

Sólo sé, por experiencia propia, que unas navidades sin magia no tienen por qué ser unas navidades sin ilusión.

Si no te sientes capaz de formar parte de este tinglado… o antes sí, pero ahora por lo que sea ya no… si tu hijx ha escuchado una conversación que no debía haber escuchado… o ha visto unos paquetes en un armario que no debió abrir… No es el fin del mundo, en absoluto. Háblalo con él/ella, ponle al día y créeme que, aunque se haya roto la magia, todavía estás a tiempo de mantener viva la ilusión.

Porque si algo tienen los niños a raudales, es eso, ilusión. Sólo debes hallar el botón que la enciende y la llena de color.

 

Foto de portada de Andrea Piacquadio en Pexels