[Texto reescrito por una colaboradora a partir de un testimonio real]

Yo creo que mi novio cumplía todos los indicios como para pensar que me estaba siendo infiel. No era necesario ni que conviviera con él para darme cuenta. Cambió de hábitos, incluso de aspecto. Llegaba más tarde a casa, se cuidaba mucho la barba y se compró ropa nueva. Luego estaba lo de que el móvil sonara en cualquier momento del día y que él nunca contestara cuando yo estaba delante.

Siempre ponía excusas cuando le preguntaba: que bueno, que quería cuidarse, que necesitaba sentirse mejor con él mismo, que igual se había ido dejando un poco… Eran demasiadas cosas. Estoy convencida de que cualquiera se daría cuenta y, si no lo hace, es porque no quiere o porque vive tan enfrascada en su propio mundo que no ha podido ver las señales. En ese caso, quizás sea mejor dejar la relación antes siquiera de confirmar la infidelidad, porque todo apunta a que tu pareja ya no te genera interés alguno.

La sombra de la duda

Es difícil gestionar una situación así. Tú estás segura de que pasa algo, pero no tienes nada que lo confirme. Cualquiera me querrá dar una lección sobre comunicación dentro de la pareja, que las cosas se hablan y todo eso, pero es más complicado. Vives entre la certeza de que algo pasa, y el agobio de saber que puede que lo estés presionando, dudando sin motivo y cargándote la relación. Entre la espada y la pared, en definitiva, y eso genera angustia.

Como él no estaba dispuesto a cooperar y responder mis preguntas, decidí hacer la guerra por mi cuenta. Me las ingenié para dar con la chica y que fuera ella quien me confirmara lo que yo estaba segura que estaba pasando. No me voy a explayar en los detalles porque me podría tirar un mes: redes sociales, contactos y la inestimable ayuda de una amiga que me creyó, le dio importancia a lo que sentía y no trató ni de minimizarlo ni de achacar nada a mis presuntas paranoias.

A la otra chica la conoció una noche de fiesta con los amigos. Habían salido en otra ciudad, él le entró, a la chica le gustó y se acostaron en casa de ella aquella misma noche. Se intercambiaron los teléfonos y siguieron hablando. Él le dijo que no tenía redes sociales, que no le gustaban, solo Twitter, pero exclusivamente para estar informado. Habían quedado dos o tres veces más y todas las citas habían terminado igual: en la cama.

Todo esto me lo contó ella. Cuando reuní indicios suficientes como para saber de quién se trataba, le escribí y le pedí que, por favor, habláramos. La chica accedió, tan sorprendida como yo, así que quedamos una tarde y nos pusimos al día de todo. Ella me dijo que le gustaba y que, aunque no se podía considerar que tuvieran una relación, sí habían hablado de exclusividad. Evidentemente, no tenía ni idea de la existencia de una novia.

Casi no hizo falta que le enseñara fotos de los dos juntos ni perfiles en redes sociales que SÍ tenía, y en las que era bastante activo. A ella comenzaron a cuadrarle muchas cosas: que siempre fuera con prisas, que rehuyera preguntas personales o que hubiera rechazado con mucha energía la propuesta de que, a la próxima, fuera ella quien lo visitase a él.

¿Triángulo amoroso? No, círculo infinito de mentiras

No voy a decir que encontrara en ella a una amiga, pero sí a una mujer comprensiva y empática en la que se notaba el principio de sororidad. Hubo momentos en los que me reí con ella, por lo surrealista que me estaba pareciendo todo aquello.

Tuvimos cierta complicidad entre las dos, tanta que decidimos ir a cantarle las cuarenta en ese mismo instante, de manera sorpresiva. Ya nos relamíamos pensando en cómo se iba a quedar de sorprendido y sobrepasado. Aventuramos incluso lo que iba a decir, el muy gilipollas, y la cara que iba a poner.

Sin embargo, la vida se empeña en darme giros de guion inexplicables. Ninguna de las dos sospechamos que la sorpresa nos las acabaríamos llevando nosotras. Resulta que llegamos a su casa, llamamos y el tío no nos abre la puerta. Estaba el coche aparcado cerca y las dos jurábamos haber oído ruido, así que comenzamos a aporrear con toda la energía. Si había que tirar la puerta, se tiraba.

A los cinco minutos de insistir y de que las primeras cabezas curiosas ya asomaran por el vecindario, el tío nos abre y sí, se queda con la típica cara de querer que la tierra lo sepulte y lo escupa lejos. Nosotras allí, con los brazos cruzados y una sonrisa de suficiencia. El ataque de las novias despechadas.

No hizo falta que nos invitara a pasar. Hicimos el amago de entrar para que nos lo explicara todo, pero él, claramente, quería impedir que lo hiciéramos. Algo ocultaba. Nos colamos dentro como medio pudimos, entre empujones y deslizamientos rápidos. Y así descubrimos que, dentro, ¡había una tercera chica!

 

Si ya sentarme con la segunda me parecía surrealista, que las tres estuviéramos allí, en el mismo salón, era el colmo. Porque la tercera estaba en el sofá vestida, sí, pero no hacía falta aclarar qué intereses la habían llevado hasta allí. Ella estaba sorprendida a medias porque, al menos, sí que sabía de mi existencia. De la de la otra chica no.

Supe después que estas dos no habían sido las únicas y que, al menos, había habido una más. Un infiel en serie. La historia parece digna de guion de telefilm y, si de mí dependiera su producción, la haría del género de comedia. Pero no tuvo gracia ninguna. El muy cerdo no tuvo suficiente con destrozar mi autoestima, lo hizo con varias chicas más y me dejó una sensación de inseguridad y duda ante las relaciones que siento permanentes. No creo que me haya recuperado aún de aquello.