La eterna no correspondida, esa era yo. Si hacía una comparación de los chicos que me habían gustado, poco tenían en común: el que era mucho mayor que yo, el que se metía conmigo, el que tenía novia pero tonteabamos como si no (esto sí se repitió dos veces), el que era totalmente opuesto a mí en ideas políticas, el que iba de flor en flor y su pasatiempo favorito era beber y el adicto a los porros y los videojuegos.
La verdad es que si algo tenían en común es que ninguno habría sido bueno para mí. ¿Pero por qué entonces me fijaba en ellos?
Por varias razones que entendí con mi psicóloga:
- Lo primero y que compartían absolutamente todos: ninguno estaba disponible. Ya fuera por estar ya en pareja, tener personalidades que nunca encajarían con la mía o ser emocionalmente indisponibles. Esto se traducía en que era yo la que no estaba disponible realmente y por eso solo sentía atracción por aquellos que no querrían ir hacia delante.
- Eran muy simpáticos: la adolescencia es una etapa en la que aceptas comportamientos de mierda de los demás o al menos, los normalizas. ¿Quién iba a querer hablar conmigo estando a mi lado una chica tan guapa y graciosa como mi amiga? Entendía perfectamente que se me hiciera caso omiso, así que cuando llegaba alguno que no solo se percataba de que estaba ahí sino que mantenía una conversación amable conmigo, nos reíamos juntos y nos dedicábamos miradas, yo ya me montaba, por fin, mi propia historia, con la que me emocionaba de más. ERROR.
- Me daban una de cal y otra de arena: qué razón tenía Bad Bunny cuando dijo “Tú eras la droga de la que mami me hablaba”. El subidón que sientes cuando alguien te hace caso unido al bajón de cuando no, hace que esos picos cada vez sean más extremos, por lo que tu cuerpo se engancha a la búsqueda de esa emoción y siente que se ahoga cuando no la encuentra. Si estás en una situación así, es difícil desengancharse pero se sale.
Aparte de todo esto, no fue hasta que conocí a un chico muy muy guapo, inteligente y simpático que me dí cuenta de qué era lo que tenía yo que sentía que repelía a los hombres.
No sé por qué, ese chico empezó a tener interés en mí y pese a todas las buenas cualidades que tenía, a mí me causaba rechazo. ¿La razón? Se esforzaba demasiado por gustarme. Las cosas que decían no me sonaban naturales, sino un intento por acercarse a mí, por llamar mi atención y conectar.
La forma de mirarme como buscando alguna señal mía que le informara de si me gustaba o no hacían que no estuviera cómoda. Y me ví reflejada en él. Me vi preguntándome siempre si yo le gustaría a ese chico, en lugar de si él me gustaba a mí de verdad, si me encajaba.
Me comportaba como si viviera en un baile de la alta sociedad del siglo XVIII y estuviera deseosa de que me sacaran a bailar, como si yo no tuviera derecho a elegir, como si tuviese que vivir de forma pasiva.
Así que dejé de pensar en lo que quería el otro y me centré en lo que yo necesitaba que tuviera un hombre para que encajara conmigo, y después ya se vería lo que él quería. La única vida que voy a vivir es la mía, por lo que dejé de verme a través de los demás.
Quité la cámara del techo que me enfocaba desde fuera y me la puse en los ojos para verlo todo mejor, para sentir por y para mí, para dejar de buscarme defectos que pudieran hacer que los demás no me quisieran. Y entonces, con la cámara así, pude verlo mejor.
A alguien que llevaba en mi vida muchos años, con quien hablaba sin pensamientos intrusivos, me reía con ganas y estaba cómoda en silencio. A alguien que sí quería que me acompañara en el día a día, a alguien a quien admiraba. Y entendí lo que significa que no hace falta nada más que ser tú para poder encajar con el otro de verdad.
Somos más instintivos de lo que creemos y solo nos enamoramos de verdad cuando existe esa confianza entre dos para desnudarse en cuerpo y alma, con las luces encendidas y sin miedo a exponerse.
Cora C.