Debo reconocer que alguna manía si tengo. Que me gusta colocar las bolsas de la compra a mi porque lo hago de una manera muy concreta, que no me gusta que me toquen mi mesa de estudio… Y algunas cosas más. Además de eso convivo con una enorme grima a mil cosas sin explicación: no soporto tocar las toallas secas al sol, solo de pensarlo se me erizan hasta los pelos que no tengo, no soporto mirar cuando alguien sujeta una prenda de ropa con los dientes (parece una tontería pero lo hace más gente de lo que crees y a mi me produce una sensación en los dientes muy desagradable), no soporto los cubiertos de madera, con lo que ahora que se está retirando el plástico de todas partes, intento llevar siempre una o dos cucharas en el bolso por si me quiero comer un helado en un puesto y no quiero morirme de la grima. Y así alguna cosilla más que hace que se me ponga la piel de gallina. Es algo que no puedo evitar, no lo controlo ni lo entiendo, por lo que intento ser respetuosa y disculparme cuando tengo que girar mi mirada mientras una madre sujeta la chaqueta de su hijo con la boca mientras le coloca el pantalón en el parque. Sé que es algo raro, así que me disculpo y me ofrezco a sujetársela yo, explicando que me estoy poniendo un poco nerviosa y que lo siento mucho.

Vale, todo esto reconozco que a lo mejor es un poco extraño, pero no pueden tacharme de maniática cuando pido que no vuelvan a meter en la olla la cuchara que han chupado para probar si tenía sal. Esas babas están ahí, pegadas a esa cuchara, y luego revolverán la carne que más tarde yo me comeré. En este sentido fui un poco feliz con el covid, solo que ahora algunas cosas que aprendimos entonces me han hecho un poco más precavida. Y es que si hay algo que no soporto en la vida es la saliva. Cuando te escupen al hablar, cuando usan tu vaso, cuando se chupan el dedo al comer y luego tocan tu teléfono para ver una foto con esa mano llena de material genético…

Está bien, puede que sea maniática, pero es que… Estando por la calle tan tranquila paseando con mis niños, vi venir de frente a un hombre que, como si nadie pudiese verlo, venía metiéndose el dedo en la nariz hasta la segunda falange. El hombre hurgaba y hurgaba buscando lo que parecía un escondido tesoro en su no pequeña nariz. Pues justamente cuando pasaba por mi lado consiguió liberar aquel enorme y asqueroso premio que decidió convertir en manjar…  No lo sabéis, pero he tenido que hacer una pausa. La náusea que me invadió en ese momento todavía me viene cuando lo recuerdo. Mi madre, al verme pálida y sujetando mi boca intentando no vomitar, me llamó exagerada y, cuando le señalé a aquel hombre y ella miró, coincidió que abría la boca echando la lengua, como si pretendiese hacer un globito de chicle con aquel enorme moco, y mi madre por fin pudo reconocer que no siempre es cosa mía, no es que yo sea demasiado especialita con los fluídos de los demás, es que hay mucho cerdo suelto. ¡No me jodas! En el mismo paseo, nos cruzamos con uno de esos señores que, por ahorrarse un pañuelo, abren la fosa nasal con un dedo y enfocan a la carretera para sonarse al aire y compartir con quien esté pasando sus más profundos fluídos nasales. Si ya estamos acostumbrados a, en algunos parques, tener que esquivar las flemas la gente deja en la acera a modo de regalo, esto ya me parece una fantasía escatológica demasiado fuerte para mi espíritu remilgado. Ese día me retiré temprano. Demasiado verde para un solo día, y no habían sido eucaliptos.

Quizá 11 años limpiando los baños y la zona exterior de un restaurante de comida rápida me han expuesto a situaciones tan extremas que mi sensibilidad se ha visto multiplicada. He limpiado comida en todos los formatos: cruda, cocinada, pisada, masticada, regurgitada, defecada… He desatascado urinarios en mal estado con las tuberías tan tupidas que debes sacar todo lo que hay en ellas para que pueda volver a su función, de donde he sacado las cosas más extrañas que podáis imaginar. He limpiado semen en paredes, obras de arte con caca en la puerta del baño, condones usados debajo de una mesa, chicles… En fin… La hostelería y su hermoso catálogo de guarradas asociadas.

Pues si, no me gusta chuparme los dedos, no me gustan las bromas de las abuelas de chuparle la cara a los niños porque el olor a la saliva me pone fatal (y sé que habrá quien diga que qué es eso del olor a saliva, pero os juro que, para quien la percibe, es un olor exageradamente desagradable y que, cuando creí estar loca, la logopeda de mi hijo me confirmó que ella también pensaba igual, y quien mejor que ella para saberlo), quizá sea exagerada en algunas cosas y lo reconozco, pero… No me digáis que no hay un número excesivo de guarr@s suelt@s por la calle.