MI AMIGA- LA ANTIAMIGA.

Mi amiga nunca me ha sujetado el pelo mientras potaba, ni me suele etiquetar en sorteos de instagram, ni la recuerdo exclamando nada parecido a “voy a cortarle los huevos a ese cabrón” u otras frases y consignas que, según las redes, deben abanderar la amistad femenina de manual. En honor a la verdad, sería más propio de ella decir algo tipo “Ya lo sabía yo, mira que tienes mal ojo”.


Sin embargo, siempre intenta equilibrar la balanza añadiendo  el tan clásico a la par que necesario “ya lo superaremos juntas, como siempre”.


No muy a menudo me dice lo que quiero oír, tiene tendencia a los “telodije” y suele querer organizar mi vida conforme a sus propias reglas. No siempre entiende lo que necesito, a veces no acierta. Es terrible con las fechas. Raras veces dice te quiero, no es demasiado cariñosa. A ratos me irrita, discute lo indiscutible, cuestiona mis decisiones, y utiliza un rasero diferente para medir mis acciones y las suyas propias. En ocasiones, puede llegar a ser caprichosa y un poco egoísta. Es algo dramática en lo que a sus historias respecta, pero cuando se trata de algo mío “no es para tanto” o “que le vas a hacer”. Frecuentemente divaga, se contradice, parece vivir en un mundo de fantasía.

Es, por tanto, tremendamente imperfecta. Ambas lo somos. La amistad perfecta tal y como nos la han vendido no existe, es un unicornio rosa. Tampoco el amor, ni las personas. Nada es perfecto, más que a instantes. Y nuestra amistad se ha prolongado ya por una serie de instantes encadenados en el tiempo, que en un abrir y cerrar de ojos, se han convertido en años. Y tal sucesión de instantes dan lugar a muchas desavenencias, a unos cuantos desencuentros y a infinitas imperfecciones.

Y esos mismos años son los que dan la confianza, y la confianza da asco y el asco da la franqueza necesaria como para dejarte potar sola sin sujetarte la coleta. Y no pasa nada.


Porque mi doña “telodije” me hace reír hasta que me duele la tripa y siempre está al otro lado del teléfono para dar respuesta a mis inquietudes diarias trascendentales del tipo “no funciona mi robot aspirador, por qué será”, “que ropa me pongo mañana” o “no sé que voy a hacer con mi vida”.

Si enfermo, se planta en casa con dos tuppers y un libro. Si desaparezco más de dos horas se preocupa por si me ha podido atropellar un camión-tráiler; y si son más de cuatro, es capaz de decretar el protocolo de urgencias y avisar a bomberos, hospitales y al servicio de personas desaparecidas de la provincia.

En los malos momentos acude corriendo con una caja de dulces, o una botella de vino si son muy malos. En los buenos, celebra mis alegrías como si fueran propias. Me hace regalos terribles, pero su cara de ilusión, mientras los abro, me resulta impagable. Intercambiamos consejos de señoras, tipo “que hacer para quitar una mancha de boli” o “como condimentar el bacalao”. Se lleva mi lista de encargos cuando va a IKEA. Por mi cumpleaños, me envía mensajes cargados de amor y palabras bonitas. Cada vez salimos más con el sol y menos con la luna, pero en nuestras cervecitas al sol recordamos una y otra vez las mismas anécdotas de cuando solíamos quemar las noches y regresar a casa con las claritas del día, en estados altamente censurables para públicos sensibles.

A veces ve cosas que yo no veo, trata de resituarme cuando me salgo del camino. Intercambiamos más miradas de complicidad de las que puedes intercambiar con ningún hombre sobre la faz de la tierra. Y risas, mogollón de risas.

Cuando -con más frecuencia de lo deseable- se me olvida, me recuerda lo que valgo, y me hace verme a través de sus ojos. Mi amiga es familia, es hogar. Dicen que amigos son aquellos extraños seres que nos preguntan como estamos y esperan a oír la respuesta. Estoy bien, amiga, porque pase lo que pase y aunque tiemblen los cimientos de este mundo enfermo, sé que no podrás evitar los daños del terremoto, pero estarás a mi lado agarrándome la mano para ayudarme a guardar el equilibrio mientras dura la hecatombe

Nuri Jiménez