No son ríos mágicos ni surcos de luna. Se llaman estrías.
Soy propensa a perder kilos igual de rápido que los gano, así que mi piel, la pobre (o la crack que puede con todo, según se mire), se ha pasado toda la vida estirando y encogiendo.
Tampoco estamos hablando de veinte kilos sino de tres o cuatro, pero el asunto no está en cuántos son sino en lo rápido que me cambia el cuerpo, con lo que en algún momento después de los veinte, me salieron estrías y ahora tengo en las tetas, en los muslos, y sobre todo, en el vientre; estas últimas fueron las que más me costó digerir y aceptar, porque son las que más se notan.
Así, durante algunos años, los tops desaparecieron para mí porque no quería mostrar mi nuevo abdomen, ahora lleno de estrías, y de no haber sido porque no soporto tener más ropa de la cuenta en la playa, habría cambiado los bikinis por los bañadores de cuerpo entero; me lo planteé también, de hecho. Las estrías me avergonzaban mucho.
Recuerdo la primera vez que me acosté con alguien después de aquello, con la luz apagada tuvo que ser, para esconderlas. Pero claro, no todas las veces iba a poder ser a oscuras, primero porque era ridículo ponerle un horario a tener sexo, y segundo porque no era viable: Imaginadme ahí en pleno asunto, caer en la cuenta de que aún era de día, y, o bien ponerme a tapar las ventanas con unas cortinas más opacas que las de Drácula, así como cada resquicio de luz con tablones de madera, o bien crear una cita para la medianoche.
Y así siempre. Qué pereza. Entonces no tuve más remedio que enfrentarme a mis inseguridades y exponerme, porque yo quería volver a disfrutar a plenitud.
Me tomó un tiempo entenderlas ya no como las estrías sino como mis estrías, pero poco a poco, lo hice, y dejadme deciros algo: Al final, la única que se fijaba en las estrías y las veía como algo antiestético/motivo de vergüenza, era yo; a ninguna de las parejas -ya fuesen de una noche o más estables-, parecieron importarles. Jamás. Al menos en medio del acto sexual, porque seamos honestos, todos sabemos qué es lo único que nos importa en ese momento: darnos con todo.
Luego, que a la mayoría de la gente (incluidos esos mismos chicos con los que compartí cama, coche, baño público…), sin calentura de por medio le vuelvan a parecer antiestéticas según qué cosas, es otra historia, la historia de que somos así de hipócritas. Una chica mostrando estrías, michelines, o vello, puede que a muchos les cause rechazo en Instagram, pero luego en la vida real resulta que las personas nos atraen por todo el conjunto de quienes son, da igual si tienen estrías, michelines o vello.
Ahora me miro al espejo y me vuelve a gustar mi vientre; después de todo, mis estrías y yo hemos estado juntas ya durante mucho tiempo, son parte de mí, ¿Cómo puedo rechazar algo que es parte de mí? Me hago fotos sin discriminar si se me ven las estrías o no, y las publico; vuelvo a ser dichosa con mi bikini, y, por supuesto, me desnudo delante de mi pareja con total libertad.
Sin embargo, debido a que como he dicho antes, vivimos en una sociedad hipócrita y todo lo que no encaje en los estándares estéticos actuales, hay que esconderlo, no solo he sido bombardeada con anuncios -ya sabéis como pueden ser de capullos los algoritmos de las redes sociales- de clínicas que prometen hacer desaparecer o suavizar las estrías, y de productos milagrosos con el mismo fin, sino que también me he topado con chicos que, asumiendo que las estrías en efecto sí que deben ser motivo de vergüenza y queriendo ser por ello buena gente, de manera indulgente se han referido a las estrías como “líneas de vida”, “riachuelos”, “arte”… Sí, os lo juro.
Y yo digo que ni mis estrías ni yo necesitamos de la condescendencia de nadie para referirse a ellas porque si hacemos eso, estamos asumiendo que estas son feas. Así que no, no son ni ríos, ni caminos de vida, ni nada poético ni divino. Son estrías, y ya hasta me gusta su tacto.
Ah, hubo uno que me dijo que era como si un tigre bebé se me hubiese enganchado de la barriga y, sin poder sostenerse más, se hubiese ido deslizando lentamente hacia abajo. Pero veréis, aquello sí me gustó, me hizo reír, de hecho, porque le salió del alma. Pudo haber dicho un gato, digo yo, por ser más probable tener un gato con una que un tigre, pero oye, ¿Quién soy yo para cortarle las alas a tanta creatividad?
Las estrías, que no siempre tienen que contar una historia a pesar de que según la dermatología, son cicatrices, son parte de los cuerpos del 90% de las mujeres, y, aunque también afectan a los hombres (también según El Instituto Británico de Dermatología), no he encontrado un porcentaje al respecto, lo cual me dice que, quitando el hecho de que en las mujeres son más comunes (por la hormonas, por lo visto), a la mayoría de los hombres estas cosas en su físico no les importan, seguramente porque nunca han estado tan presionados como las mujeres.
Si buscáis en google acerca de “las estrías”, nada más poner esas dos primeras palabras encontraréis que están seguidas de “…son malas”, “…son para siempre”, “…se quitan?”.
Además, un vistazo rápido a la primera página del buscador al clicar en cualquiera de estas sugerencias, nos llevará a leer cosas como que las estrías pueden causar problemas psicológicos y emocionales, que son atrofias o lesiones, y, de nuevo, soluciones para despedirnos de ellas.
Pero ¿y qué pasa si no podemos hacerlas desaparecer?, ¿tendremos que ser unas desgraciadas toda la vida por ello?, ¿nos privaremos de disfrutar al máximo de nuestro cuerpo y del de el otro?, ¿nos gustaremos menos? En primer lugar, ¿por qué tendríamos que hacerlas desaparecer?, ¿y si la solución estuviera en aceptarlas, sin más, y normalizarlas?
Ganaríamos en libertad, os lo aseguro.