Cuando tenía 9 años jugaba en la calle con un grupo de niños y niñas que se juntaban cada viernes mientras sus padres, al salir de trabajar, se iban a tomar las tapas que celebraban el inicio del fin de semana. Jugábamos cada vez más niños de edades muy distintas y hacíamos nuestro propio club social. Un contexto y forma de entretenernos que hoy en día sería impensable, pero en aquel momento era lo habitual y, sinceramente, estaba muy guay. Nos creíamos super mayores cuando nuestros padres se liaban más de la cuenta con las cañas y se hacía de noche. Yo vivía en el mismo barrio, había un montón de bares donde pasar el tiempo; había otro niño que, aunque vivía un par de calles más allá, también pasaba más tiempo por la zona, ya que su madre trabajaba unas horas en una de las cafeterías del barrio. Todos éramos amigos, pero él y yo pasábamos más tiempo juntos que con los demás miembros de aquella pandilla variopinta e improvisada. 

No tengo grandes recuerdos más allá de repasar deberes de mates encima del congelador del trabajo de su madre y de compartir nuestras chuches preferidas. No sé cuando dejamos de vernos, el caso es que lo hicimos y él pasó a ser ese chico al que saludaba y me alegraba de ver cada tanto cuando coincidíamos por la calle, pero con el que no creía tener nada de qué hablar. 

Pasaron los años, yo me fui del barrio y tuve dos niños, supe que él había sido padre también. En redes sociales había visto fotos de su mujer y, sin conocer mucho cómo era él ahora, me pareció que eran una pareja preciosa y que tenían lo necesario para ser una pareja que despierta envidias.  

Un día al salir de mi casa, me lo encontré cerca de mi portal, él me saludó igual de amable que siempre y yo sonreí realmente contenta de verlo, pero sin preguntarme qué hacía por esa zona de la ciudad. Semanas más tarde volví a verlo aparcar detrás de mí y salir del coche con su hijo, tuve ganas de salir corriendo a preguntarle, pero me dio vergüenza y esperé unos minutos para salir del coche. Lo vi entrar en un portal de la misma acera que el mío. Pregunté a mi vecina de abajo, que conoce a todo el mundo, al hablarle de los nuevos vecinos no supo de quien le hablaba, pero en cuanto le dije el nombre de mi amigo me dijo “Claro que sé quien es, pero lleva ya varios años viviendo ahí, ¡no ves que vas por la vida sin abrir los ojos!” Me sentí fatal por las veces que, seguramente, me lo crucé y ni siquiera le miré a la cara. Seguro que pensaba que me había vuelto una estirada y una maleducada. 

Mi casera me avisó de que haría obras en el piso de abajo porque lo iba a reformar, y de paso me preguntó si sabía de alguien de fiar que buscase alquiler por la zona, y la verdad que no tenía ni idea. Pocos días después de terminar la reforma del piso, vi a mi amigo y a su hijo cargando pequeños objetos personales en el ascensor. Sonriente, me miró y me dijo “Ahora vamos a ser vecinos. Más aún”. Se venía conversación en la escalera, así que confesé no tener ni idea de que llevábamos años viviendo en la misma acera. Mientras hablábamos, nuestros hijos empezaron a hablar. Primero desde detrás de nuestras respectivas piernas, con la timidez de quien quiere jugar, pero no sabe si puede. Diez minutos después, los niños corrían arriba y abajo por la escalera mientras nosotros resumíamos los últimos veinte años. “Parece que los niños se llevan bien”, efectivamente así era. Así que, para darle un respiro, le propuse llevarme a su hijo para arriba a jugar con los míos mientras ellos avanzaban de verdad con la mudanza. 

Al llegar mi marido del trabajo se encontró con nuestro nuevo vecino y se sorprendió al ver que iban hacia el mismo piso, mi amigo le dijo que venía a su casa a recoger a su hijo y subieron el resto de las escaleras hablando de lo pequeño que es el mundo y lo bonito que podía ser para los niños tener un amigo en el edificio. Mientras nos despedíamos de padre e hijo en la puerta, llegó su mujer, cansada del trabajo, deseando ver los escasos avances que él habría podido hacer toda la tarde, pero escuchó su voz más arriba, un piso más, para ser exactos. Subió y nos encontró a todos en el rellano, hablando de la suerte que es hoy en día tener un vecino al que pedirle sal, sobre todo teniendo niños, que siempre se complica todo en caso de emergencia, si no tienes con quien dejarlos. Me ofrecí a ayudarlos en lo que necesitasen y recibí de vuelta el ofrecimiento. No sabía que tardaría tan poco en cobrarme el favor, ya que una tarde, uno de mis hijos se cayó en casa y tuve que llevarlo al médico rápidamente. Ese día lo cambió todo, ya que ellos, al quedarse con mi otro pequeño, aprovecharon para tenernos preparada la cena al volver de urgencias y allí nos quedamos las dos familias hablando y disfrutando hasta la madrugada. 

Hoy en día, nuestras puertas suelen estar abiertas y los niños suben y bajan según les apetece. Cenamos juntos cada semana, los viernes, para celebrar el inicio del fin de semana, como hacían nuestros padres, pero adaptados a nuestros tiempos. Hacemos alguna excursión juntos y compartimos bastante más que sal. Mi familia ganó mucho con los nuevos vecinos, ganamos apoyo en circunstancias difíciles, entretenimiento y diversión, ganamos un pequeño añadido a nuestro núcleo que, sin compromiso, forma parte de nuestras vidas dándole bastante alegría y tranquilidad. 

Siempre me gustó mi casa, pero ahora MÁS. 

 

Luna Purple