Aquel hombre y yo habíamos tenido una historia de amor muy bonita. Cuando nos conocimos, ambos teníamos pareja. Yo estaba atrapada en una relación muy tóxica de tensión e infidelidades que ya no podía soportar. Aquel tío me había convencido de que debíamos estar juntos para siempre y que sus deslices no eran más que errores que hacían más fuerte nuestro amor. Siempre supe que era mentira, pero no podía salir de allí, me sentía atada. Él salía con una chica con la que se llevaba genial, jamás discutían. Es difícil enfadarse apasionadamente con alguien que no te importa. Pocos días después de quedarnos a solas al salir del trabajo, tuve el impulso de dejar (al fin) a aquella persona que tanto daño me había hecho. No había pasado nada, simplemente habíamos hablado de nuestras vidas y, por primera vez, había sido sincera sobre cómo sentía. Él me había escuchado y me había ofrecido su amistad.

P era un hombre serio, introspectivo, tímido, pero cuando sonreía de verdad podía iluminar una habitación entera con sus enormes ojos azules. Cuando volví a verlo solo, en la puerta del trabajo, apurando un cigarrillo antes de subir al coche, corrí a contarle lo que había hecho y me dedicó una de esas escasas sonrisas. Acto seguido metió su mano en el hueco entre mi cuello y mi cara y me besó como nunca antes lo habían hecho. Cuando pude reaccionar, lo miré extrañada, él seguía sonriendo y señaló a su coche. Estaba lleno de cajas y maletas. También él había decidido romper su relación sin salida.

No habían pasado dos meses cuando sus discos y los míos estaban mezclados en la misma estantería. Me despertaba cada mañana con su mirada clavada en mí. Decía que le encantaba verme dormir y llenaba cada despertar de caricias y besos. Y así pasamos años…


No entiendo qué pasó. Supongo que el cansancio, el exceso de confianza, el estrés de los niños, la angustia de estar atrapados en un trabajo que nos mataba (el cuerpo y el alma) y tener que seguir adelante por el bien de la familia… No lo sé, pero aquella sonrisa ya nunca aparecía para mí. Verme dormir le molestaba y su seriedad y su introspección me angustiaban. La rutina, la monotonía, llámalo como quieras, pero a nosotros nos devoró.
No podía tener una conversación con él sin juzgar sus expresiones, no podía expresar nada sin ser juzgada. No podíamos soportarnos más. Así que un día, tras una de nuestras mil discusiones, me fui.

Los niños y yo pasamos unas semanas en casa de mi madre, lejos de los gritos y las malas caras. De las promesas de esforzarnos y de los esfuerzos terribles por cumplir dichas promesas. Todo parecía haberse calmado. Mi vida era más tranquila, el trabajo más llevadero, los niños corrían más felices… Pero echaba de menos sus caricias en la noche, los susurros con los que me decía cuanto me quería y, cuando ya estaba acostumbrándome a estar sin él, volví a casa.

Todo parecía haber vuelto al inicio. Volvía a mirarme dormida, volvía a sonreír con la mirada y a quererme con pasión. Y yo sentía la ilusión de aquel amor que me había hecho tocar el cielo tantas veces. Pero las semanas se atropellaban de nuevo y la vorágine del día a día nos tragaba enteros. Volvían las malas caras, las discusiones y ahora, los reproches del tiempo que habíamos estado separados. Aquel amor estaba herido de muerte hacía ya demasiado tiempo y debíamos admitirlo. Seguir así sólo traería más dolor para los dos…


Entonces vimos a nuestros hijos. Lo más bonito que ninguno de los dos hubiéramos imaginado que podríamos hacer. Dos niños sanos, aparentemente felices y que siempre tenían un beso guardado para quien lo necesitase. Volvían a estar tristes antes de dormir. Volvían a jugar a pelearse y a dormir inquietos. Era la señal. No podíamos permitir que aquellas almas puras sufriesen por nuestra culpa. “Aguantad por los niños” nos dijo alguien a quien jamás pediríamos consejo. Y por los niños, por el amor que ambos teníamos y siempre tendremos por ellos, decidimos que debían tener unos padres felices que aprovechasen el tiempo que tenían libre en estar con ellos y no en intentar evadirse de una vida que les tortura. Esos niños debían aprender que el amor no es soportarse a pesar de todo, es quererse, respetarse, admirarse; es complicidad, amistad, comprensión, apoyo… Y un montón de cosas que ya no podíamos forzar.

Así fue como, por amor, nos separamos. No diré que fue fácil, porque mentiría. Pero trabajamos mucho y muy duro para poder juntarnos hoy cada vez que los niños lo necesitan, cada vez que pasa algo importante o, simplemente, nos apetece y que solo haya cariño entre nosotros.

Mis hijos, rodeados de los hijos e hijas de padres separados que no pueden ni verse y se turnan en las funciones del colegio para no coincidir, aun no son conscientes de la suerte que tienen de que sus padres y sus respectivas parejas puedan juntarse para acompañarlos cuando lo vean necesario.

Es por eso que me río cada vez que alguna conocida se refiere a mi familia como “desestructurada”. No, amiga, la estructura de mi familia es diferente a la que tu sueñas con tener, pero es algo que no puedes oír mientras gritas a todo pulmón a tu marido con tu hijo en el suelo tapándose los oídos.

 

Relato escrito por Luna Purple basado en una historia real