Las mejores reflexiones surgen en la ducha, en el váter o en un bar comiendo pipas con tu mejor amiga. Lucía y yo estábamos sentadas en la mesa de siempre, en el bar de siempre y con la cerveza de siempre. No nos vemos tanto como deberíamos, pero cada tres meses es obligatorio volver a nuestra ciudad para repetir nuestra tradición y abrazarnos para curar heridas.

Decía Lucía que estaba cansada de los ‘para siempres’ y a más la escuchaba hablar, más sentido cobraba todo. Qué aburrido planear el presente en base a un futuro que probablemente no llegará. Entonces me puse a pensar en las casualidades de mi vida y en todas las personas que aparecieron, pero no se quedaron, dejando en mi memoria historias divertidas y entrañables que atesoro con mucho amor.

Amparo, una mujer de 78 años que conocí cuando en primero de carrera hice voluntariado con gente mayor. Sus historias me cautivaron y me enseñó que nunca es tarde para soñar.

El tío de A Coruña que conocí en un bar. Nos besamos durante toda la noche, me acompañó a casa, me dio su teléfono y nunca más volví a hablar con él. Recuerdo que se puso a bailar en medio de la plaza mayor pese a que estaba llena de gente. Le dio igual. A mí también. Las ganas de vivir fueron mayores que la vergüenza.

Hannah, mi amiga incondicional durante todo el Erasmus. Nos prometimos vernos más veces, pero nuestra amistad se quedó en Edimburgo. Compañera de fiestas, de miedos y de primeras veces en un país completamente desconocido.

La chica que lloraba en el baño del bar porque su novio la había dejado. La sororidad es abrazar a una completa desconocida y asegurar con total confianza que es demasiado para el patán de su ex, aunque no la conozcas de nada.

Pedro, el adorable señor con el que siempre coincidía en el bar de debajo de mi calle. Me hablaba de su hija, que tenía más o menos mi edad, y nos contábamos trivialidades mientras bebíamos un café. Un día dejó de venir. Me enteré que falleció repentinamente. Todavía recuerdo el amor con el que hablaba de su niña.

El segurata de la biblioteca de mi universidad. Me acuerdo con muchísimo cariño de sus “estudias demasiado” cuando me iba a las doce de la noche de allí en temporada de exámenes. Un día le vi por la calle y no le reconocí sin el uniforme, pero se paró a preguntarme por mi vida y me pareció entrañable. Yo, sin recordar quien era, le di conversación y seguí mi camino.

Todas estas personas y las que no he mencionado por no aburriros han marcado de alguna forma mi vida, aunque no hizo falta que permaneciesen en ella eternamente. Hay promesas de ‘para siempre’ que nos llenan el corazón, pero a veces lo verdaderamente bonito es coincidir en el momento y lugar exacto con un completo desconocido, como líneas perpendiculares que no volverán a cruzarse.