Mi padre siempre fue un hombre de carácter, por decirlo sutilmente. Tenía un concepto de la intimidad y la independencia bastante firme y no casaba bien con la actitud invasiva, controladora y criticona de su madre.

Desde que mis padres decidieron casarse, mi abuela tenía como objetivo recordarles en todo momento que cualquier decisión que tomasen como pareja, cualquier cosa que hicieran o cualquier sitio al que fueran, era una mierda. Si comían fuera el fin de semana, porque era un desperdicio de dinero, si comían en casa los domingos, vaya manera de vivir como si fueran pobres (concepto clasista de ella, no mío). Cuando decidieron ampliar la familia, que si las familias de bien solo tenían un hijo, si veían a sus amigas que si no sabía por qué no le daban más nietos, que sería porque mi madre era una vaga… Y así toda la vida. (Lo leo y me planteo si esta situación no será hereditaria… En fin, eso es otra historia)

El caso es que hicieran lo que hicieran estaba mal y ahí estaba ella, cual Pepito Grillo para recordárselo. La “suerte” que tuvo mi madre es que ella jamás se vio sola, desprotegida, expuesta o se tuvo que contener, pues ya mi padre decía todo lo que a ella le gustaría decir (y un poco más también), por lo que no se veía en conflicto directo con una señora que, a fin de cuentas, no era su madre.

Cansados de aguantar impertinencias y con una oportunidad laboral muy buena, decidieron mudarse a otra ciudad con sus hijos, lejos de las críticas y persecuciones de mi abuela.

Esta decisión les evitó muchos problemas y discusiones en el día a día, pero en los momentos de visita, claro, la cosa se ponía más intensa por dos motivos: por un lado todo el tiempo que no había podido criticar, y por otro, y más importante, tenían que dormir en su casa durante las visitas.

Cuando mis padres iban a su casa, más o menos todo iba como siempre; pero cuando eran los abuelos los que venían a casa de mis padres eso sí era una batalla campal. Todo estaba mal, todo era demasiado pomposo o demasiado cutre, se acostaban o muy temprano o muy tarde, los niños estaban demasiado tensos o demasiado malcriados… Una visita de fin de semana suponía oír comentarios casi durante las 48 horas que durase la visita.

Entonces la tensión aumentó cuando mis padres decidieron adoptar una perra. Mis hermanos estaban muy felices con su mascota y mis padres no se arrepentían de la decisión (por el momento, ya que luego trajo cachorros y eso ya fue otro tema también). Pero llegó la visita mensual de los abuelos.

Allí estaba, como siempre, mi abuelo intentando llenarles de abrazos e intentando aprovechar el tiempo y mi abuela con su cara de estar oliendo un pedo. Que si qué asco un animal en casa, que si ahora iban a tener pulgas todos, que si los pelos…

Mi padre, como de costumbre, aguantó los tres primeros comentarios y luego dio un ligero golpe en la mesa, pegó un grito de “¡Ya está bien!”, le explicó que si no estaba conforme en su casa se fuera a un hotel o no viniese directamente para nada, y mi abuela, como siempre, se hizo la víctima y se quedó callada el resto de la tarde.

Por la noche cada uno se fue a dormir y, como cada noche, mis padres cerraron la puerta de su habitación y la perra se acomodó en la alfombra que tenían a los pies de la cama. Ella solía dormir ahí, pero esta vez era imprescindible para que la pobre no fuese a buscar cariños a la cama equivocada y el conflicto subiera de nivel.

Pero entonces, como en cada visita, mi abuela madrugó más que el resto para poder rebuscar en los cajones y cotillear por casa. Se percató de que la perra no estaba y, totalmente indignada, fue a despertar a mis hermanos creyendo que estaría con ellos en la habitación, pues era una guarrada que un animal entrase en una habitación, según ella.

Al no encontrarla allí, les hizo levantarse y ayudarla a buscar a la perra. Entonces uno de ellos le dijo que estaría en la habitación de mamá y papá, como siempre. Y allí se plantó ella, con los dos niños pequeños a su lado, abriendo la puerta de un golpe, al grito de “¡Cochinos que sois unos cochinos!”

Con tan mala suerte que mis padres, en realidad, estaban despiertos y, aunque no estaban haciendo nada muy íntimo, la posibilidad de que eso hubiese pasado y ella se plantase allí sin llamar a la puerta, más aun con los niños, despertó la ira matutina de mi padre (que como diría Rajoy: “no es cosa menor”) y, asegurándose de que los niños se habían ido para no presenciar el espectáculo, agarró una zapatilla y se la lanzó con toda su mala leche gritando “¡¡Fuera de aquí!!”

Ella se quedó en el salón refunfuñando, pensando que era una desfachatez lo de la perra y su reacción. Lo que no contaba era con que mi padre saldría minutos después para decirle que hiciese el favor de salir de su casa.

Como comprenderéis, mis abuelos pasaron un tiempo sin aparecer por allí. Mi abuelo les llamaba a escondidas de vez en cuando y en la siguiente visita que él forzó, mi abuela no abrió la boca en todo el fin de semana.

Mi madre siempre recuerda que lo bueno de cuando se pasaba de la raya era que mi padre la frenaba y, mientras le duraba la indignación, podían estar tranquilos.

 

 

Escrito por Luna Purple, basado en una historia real.

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