Vengo a pedir el libro de reclamaciones, ese en el que poner una queja contra todo aquel que me dijo que mi vida cambiaría al convertirme en madre. Sí, no es que hayan mentido, sino que se quedaron cortos en sus advertencias. Quiero simplemente solicitar que para la próxima sean más meticulosos con sus palabras, y cuando hablen de cambios, lo hagan en serio y no así… en general.

Pues si he llegado a este punto es más que nada porque dándole vueltas a la cabeza (que últimamente le doy más que la niña del Exorcista) he concluido en que de 24 horas que tiene el día, mi vida no es la misma mínimo 23 horas y media. Y espero que no se me malinterprete, que muchas de las alteraciones han sido para mejor. Pero las cosas si se hacen, ¡se hacen bien! Que cuando alguien se te acerca y te dice “¡Ay! ¡Cómo os va a cambiar la vida este bebé!” parece que se refiere a que en lugar de dos, seréis tres (que es muy obvio, pero es que la gente es muy de soltar tonterías), y no en que tooooda tu rutina diaria va a dar un giro de 180º y ya tú te las apañes para hacerte a la idea.

Amanecer

Si antes me levantaba, me duchaba y salía de casa con el tiempo más que suficiente para tomarme un café, ahora… pues ya no. He aprendido a poner el despertador treinta minutos antes para, atención, poder ir al baño a gusto y mientras la casa está en silencio (lo que comúnmente se conoce como “cagar en paz”). ¡Pero es que ya no solo eso! Sino que mi cuerpo agradece tanto esos minutos en el trono, que despierto cada día sin necesidad de que la alarma suelte ni un solo tono. Soy como una X-Woman del WC.

Salir de casa

Yo era de esas que cerraba la puerta y tenía que volver a abrir porque me dejaba la cabeza dentro. Digamos que el ser madre me ha regalado el don de la memoria ninja, y ahora soy capaz de recorrer toda la vivienda camino de la salida guardando en mil bolsas el arsenal necesario para salir de casa con un churumbel. En el baño las toallitas, en su cuarto los chupetes, y algún juguete por si acaso, y meto más pañales, y una muda no se vaya a manchar… Que llegas al ascensor que parece que te vas quince días a las Bahamas de vacaciones, y no dos horas al parque de la esquina.

Viajar en autobús

Si no eres mucho de usar el transporte público, no lo entenderás, pero los viajes en autocar con una silla de bebé son lo más intrépido que hay. Y si encima te toca el conductor graciosillo de turno, ya ni te cuento. Nueve de la mañana, hora punta. Llega el coche a la parada y ves que, ¡ops! Este chófer solo ha abierto una puerta delantera (por ahí mi silla no entra) así que das por hecho que accederás por atrás y pagarás una vez te sitúes. Cuando consigues aupar el carrito descubres (sin sorpresas) que la zona para sillas está ocupada y que pocos tienen a bien dejarte un hueco. A todo esto, el bus se pone en marcha y tú te ves agarrada al manillar de la silla, sin frenos, y en medio del habitáculo. Una vez colocada y asegurada, te acercas veloz al conductor para pagarle el billete, y su única respuesta después de haber visto todos los malabares por el retrovisor es “mire señora, la próxima vez entra usted por delante como todo el mundo, ¿me oye?”. Gracias, muy amable. El espectáculo ha sido gratis.

Comer

Esa hermosa y placentera costumbre que tenemos, y de la que muchos disfrutamos. Y no, no es que haya dejado de comer, pero sí que aprendido a hacerlo con una sola mano mientras la otra atiende a mil trozos de comida catapultados desde una trona, o a un vaso de leche que se vuelca “sin querer”. Las comidas han dejado de ser en muchos casos momentos de distensión y charla, para simplemente ser la situación para ingerir alimentos. Y ya no hablemos de la posterior limpieza de cocina, he valorado muy seriamente comprar una gallina para mantener el suelo impoluto, que yo ya no doy más con las sentadillas.

¡Ey! Pero dicen que poco a poco se vuelve a la normalidad. Dicen, además, que según crece el retoño la vida que teníamos como adultos asentados se retoma. Que ya no te caes en el autobús, que vuelves a comer a gusto y a cagar en soledad sin madrugones. ¡Y menos mal!… ¿o no?