Desde pequeña me he llevado mal con los números (supongo que por eso me dediqué a las letras). Si lo pienso bien, los números sólo me han dado problemas y me han causado agobios innecesarios. En el colegio no estaba contenta con un ocho o nueve: yo quería el diez. En el instituto yo tenía dos amigas y las demás un montón: yo, como la canción, quería tener un millón de amigos

Después del instituto había que pasar la selectividad. Tenía que enfrentarme entonces a las dichosas notas de corte con sus caprichosos números decisivos que me mandaban a una carrera u otra, haciéndome perder, según el caso, un año en alguna facultad que no se siente como propia porque la otra era la que yo quería.

La vida cotidiana tampoco se libraba, un día iba a comprarme unos pantalones y de pronto la talla 42 no me valía ya, y el siguiente número podía conseguirlo en la planta de señoras.

Y de repente, un número, mi peso medido en kilos, me hacía avergonzar y la vida ya no me sonreía tanto porque no podía vestir como el resto de chicas. Así que me veía haciendo más cuentas: si mido tanto ¿cuánto debería pesar según esta tabla de internet? Eso quiere decir que tengo que perder peso e ingerir unas determinadas calorías divididas entre las famosas cinco comidas. Y las contaba. Cada caloría. Y ya ni el yogur del postre me sabía tan rico como antes, porque yo estaba pensando en un número.

Me dije, allá voy, mundo laboral. Años de experiencia: cero. Contrato, con mucha suerte, de tres meses. Y esperaba con ansias la nómina a final de mes. Otra decepción. Con esos números volvía a hacer cuentas. Me daba para el móvil, el bus, y algún bolso hecho en China.

El tiempo pasa y me veo con una edad, en la que mi madre, con la misma, ya tenía casa, marido, dos hijas y coche (un Renault 5).

El número de la báscula continúa atormentando mi presente, a pesar de que le dedico muchos minutos todos los días a caminar y a intentar hacer abdominales. La cuenta corriente del banco sigue reflejando una cifra de risa. Y aún no se qué talla de pantalón es la mía.

Y me siento estúpida, porque me doy cuenta de que nunca me voy a cruzar con un  número por la calle, ni me va a pedir explicaciones. Es como tener miedo a un acosador imaginario.

Así que estoy intentando llevar a cabo una desintoxicación de números. Cada vez que un número, cifra, cantidad o talla me estrese, voy a respirar, cerrar los ojos y preguntarme cómo me siento. Los mejores momentos de mi vida no los he podido medir ni pesar ni cuantificar. Y yo lo único que quiero es una vida sin medida, alegría sin límites y gente buena a mi alrededor, sin que me importen sus tallas o sus edades.

Autor: María José Ramírez