Recuerdo cuando mi peluquera elogiaba mi larga y cargada melena. Hay que ver cuánto pelo tiene esta niña, decía.

Recuerdo el día que estaba huyendo de las cosquillas de mi hermano. Corríamos por el pasillo y mi pelo se enganchó en la manecilla de la puerta. Perdí un gran mechón. El tirón dolió un poco, pero ninguno de los dos podía parar de reír al ver tanto pelo allí colgado. No tenía más importancia, ya volvería a crecer…

Recuerdo que me encantaba nadar bajo el agua, ver cómo mi cabello ondeaba mientras le daban los rayos del sol y sentir las cosquillitas que me hacía en la espalda. Me imaginaba que era una sirena y me cubría el pecho con mi pelo. En realidad no había nada que cubrir a esa edad, pero yo me metía en el papel, tenía que ser como en las películas.

Recuerdo que pasó el tiempo. Entonces llegaron otros recuerdos…

Recuerdo un cepillo cubierto de pelo; cabello escapándose a borbotones entre mis manos durante la ducha; cabello sobre la almohada, en mi camisa, en el asiento del coche, por todas partes…

Recuerdo tener que visitar a mi doctora. Me dijo que nada era para siempre, que ella también había tenido melena en el pasado. La miré y apenas le quedaban cuatro pelos en la cabeza. No entendía su falta de empatía ni por qué me hablaba así. Me irritaba que no entendiese lo grave que era la situación para mí.

 

Recuerdo cuando le conté a mi madre y a mi marido, que tenía alopecia androgénica. Ambos lo negaban. Coincidían en que no notaban nada, que no me preocupase porque solo era una sensación mía. También recuerdo que pasó el tiempo y ellos mismos se percataron. Nunca me había dolido tanto que me dieran la razón.

Recuerdo a mi suegra haciendo llamadas y ayudándome a buscar soluciones. Yo estaba desesperada, ella intentaba tranquilizarme. Me decía que no estaba sola, que nadie me iba a dejar de querer nunca y que si me hacía sentir mejor, ella también se raparía la cabeza. Siempre ha sido buena consolando.

Recuerdo cuando lloraba cada día. Lloraba frente al espejo; lloraba al despertar de aquel maravilloso sueño en el cual volvía a tener todo mi pelo; lloraba cuando nadaba bajo el agua y mi melena ya no ondeaba como antes; lloraba en el coche cuando bajaba la ventanilla y el aire dejaba al descubierto todas las calvas que tanto me había costado disimular…

Recuerdo a mi marido peinándome y alisándome el pelo. Siempre ha sido un manitas y me lo dejaba perfecto. Yo se lo agradecía enfureciéndome e incluso llorando si por accidente me arrancaba algún cabello.  

Recuerdo volver a la peluquería y que nada fuera como antes. Ahora mi peluquero, la señora de ochenta años que contaba historias de la Guerra Civil y cualquier persona que allí estuviese tenían tres veces más pelo que yo. Con las calvas frente al espejo me sentía desnuda, vulnerable, avergonzada. Solo quería terminar. Salía de la peluquería, entraba en el coche y por primera vez, después de varias horas, me sentía a salvo.

Recuerdo los engorrosos y, supuestamente, eficaces tratamientos . Algunos me devolvieron algo de pelo, pero a cambio levantaron toda la piel de mi cuero cabelludo. Tuve que dejarlos y perder nuevamente todo el pelo que había recuperado. Me cansé de probar métodos carísimos que bombardeaban y acababan una y otra vez con mis esperanzas. Más tarde descubrí las fibras capilares. Fueron un rayito de esperanza. Me escondía en el baño para aplicarlas y que así nadie fuese testigo de la transformación. Al principio me hacía un lío con el tono y me equivocaba al comprarlas. Entonces mi casco se quedaba de un color muy diferente a mi pelo y la gente me preguntaba qué tenía en la cabeza. Respondía cualquier cosa y rápidamente cambiaba de tema.

Recuerdo sentir que nunca más podría ser atractiva ni femenina. Que pasaría el resto de mi vida escondiéndome, sin autoestima y esperando despertar de aquella pesadilla.

También recuerdo aceptarme y volver a darme la oportunidad de quererme y ser feliz. Pasó mientras veía un documental. Me cambió el chip. En él entrevistaban a una mujer que padecía alopecia universal desde los siete años. Tenía una habitación llena de pelucas de diferentes colores y estilos. Ella era tan feliz, trataba el tema con tanta naturalidad… Su historia me enamoró. Me ayudó a entender todo.

Entendí que había sido una egoísta por mi actitud. Se trataba de pelo, solo eso. No había sufrimiento físico ni dolor, no me iba a morir. La vida podía ser incluso más fácil y divertida con una peluca. Despertarse, ducharse y ponerse una diferente cada día, como quien elige camisa. No había razones para estar triste y amargar a los demás con mis penas. Estaba cansada de llorar, menudo coñazo. Ahora tocaba reír más y preocuparse menos por lo que no tiene tanta importancia. Relativizar era la clave.

Entendí que la yo de siempre había vuelto. Esta vez renovada, con más fuerzas y una mochila cargada de grandes experiencias. Se acabó lo de preguntarme cada día por qué y por qué yo. La única pregunta válida era por qué no.

También entendí que el verdadero problema no era la alopecia femenina ni la posibilidad de quedarme calva. Lo que verdaderamente me afectaba y preocupaba era el qué dirán y pensarán los demás.

La presión social y los famosos cánones establecidos contribuyen a esa preocupación. Sobre todo si eres mujer. No me malinterpretéis. Hay muchos hombres a los que les afecta perder su pelo, pero yo me refiero a la manera en que somos tratadas. La alopecia en un hombre se ve como algo natural e incluso se toma con humor. Sin embargo, ¿pasa lo mismo si es una mujer quien la padece? Rotundamente no. La gente siente pena por ti, te dicen que les daría algo si les ocurriese lo mismo, piensan que con ese problema no vas a poder encontrar pareja e incluso llegan a verlo como algo antihigiénico y asqueroso. Podría seguir, pero creo que es suficiente para entender cuál es la diferencia. Son situaciones duras e injustas que pueden hundirte si te pillan sin fuerzas suficientes para enfrentarlas.

Mis queridas calvitas, nos toca a nosotras armarnos de paciencia y fuerzas para explicar al mundo que también tenemos derecho a lucir cartón, salpimentarnos la cabeza con fibras capilares como si fuésemos una ensalada, ponernos pelucas y reírnos y hacer chistes de nuestra bola de billar si nos apetece.

Si eres una más, deja de esconderte y únete al Club de las Sin Peine. Respira, sonríe, enamórate, enamora, brilla y haz que ese brillo se refleje en los demás. No te limites a estar viva, siéntete viva. Cómete el mundo y haz todo aquello que sueñas. Los límites no los pone lo que cubre tu cabeza, sino lo que hay dentro de ella. Solo importa cuál va a ser tu actitud a partir de ahora.

Tengo un último recuerdo. Recuerdo cómo me temblaban las manos escribiendo este artículo y cómo caían mis lágrimas con cada línea. Fue tan liberador…

Ahora solo deseo con todas mis fuerzas que pueda ayudaros a vosotras.

Un cariñoso abrazo,