Queridas lectoras,

 

Estaba desayunando tranquilamente, tomándome mi droga propia que viene a ser el café. Y es curioso, porque observando mi taza me he quedado un rato embobada reflexionando sobre mi vida y mi crecimiento personal. Sed sinceras, ¿os acordáis de cómo os sentíais al empezar la universidad? ¿O con la primera entrevista de trabajo? ¿O cuando os mudasteis independientemente por primera vez? En resumen, a una etapa de cambio en vuestra vida.

 

Yo no sé vosotras, pero la primera vez que experimenté algo así estaba muerta de miedo. En mi caso era porque me iba a ir a vivir muy lejos de mi casa y amigos (que eran pocos, pero los de toda la vida) a estudiar en un lugar donde no conocía a nadie y claro, mi mayor terror era estar sola.

Y diréis “Pero si hay 8.500 millones de habitantes en la Tierra, imposible estar sola”, pero os puedo asegurar que me tiré todo el viaje ensayando en mi cabeza posibles situaciones con sus respectivas introducciones y respuestas a cualquier pregunta. Chupito a quien no se haya puesto a pensar las respuestas de una discusión que no ha ocurrido en la ducha o en el váter. No mintáis pillinas.

Hoy en día la vergüenza es uno de los principales factores que nos impiden ser sociales y en general, felices.

En mi caso, una vez me invitaron a cenar unas chicas que no conocía de hacía mucho. Me presentaron a una chica muy simpática y quise dar la mejor impresión posible. Fue una noche muy apacible y bastante sosa porque no me encontraba en mi salsa. Y sin venir a cuento, después de beberme toda mi Coca-cola (se acepta financiación por la publicidad, lo dejo ahí) le eructé. Si, si, le eructé en toda su cara y encima con olorcillo a chorizo de la comida de ese día. Como es natural, se rieron durante toda la velada del suceso, pero yo en vez de quitarle hierro al asunto y por fin pasármelo bien, sentí mucha vergüenza, pero hasta tal punto que quise llorar. Se supone que estaba en confianza, pero por culpa del qué dirán no fui capaz de volver a saludar a esas chicas ni a su amiga en meses. 

Hubo otra en la que no supe pronunciar con mi acento del sur el nombre de la que es hoy una de mis mejores amigas hasta la décima vez, después de dos meses juntas y ya se pensaba que me reía de ella. Hasta que no lo repetí mil veces en la ducha no me atreví a llamarla por su nombre.

Es gracioso todo lo que hacemos en la ducha además de asearnos, ¿no? Ay si hablaran esas paredes, otro gallo cantaría…

Pero vamos a ver, decidme que no soy la única que no ha pensado alguna vez que sobra en una conversación o que no está cómoda en un grupo porque piensa que no pega. Y sin venir a cuento claro, porque si fuera así les mandas a la mierda y listo. Suele pasar mucho en mujeres, porque tenemos muchas veces la autoestima más baja por la presión social, aunque los hombres también la sufren (Cuando no cumplen los requisitos de macho cabrío, por ejemplo). Tranquilas porque si estáis en esta fase, se sale.

En estos años, he aprendido que la vergüenza es como unas sandalias de plataforma. Esas tan bonitas que te pones siempre en las noches de verano, pero que odias porque no puedes ni andar con ellas y te hacen daño en todos lados. Y llega un día que estás hasta los huevos de no poder andar tranquila sin tener que ir con ochocientas tiritas y las dejas castigadas en una esquina apartadas. No las llegas a tirar porque es complicado quitarnos ese peso de sentir vergüenza por cosas que hacemos y más siendo una mujer. Pero poco a poco las vas alejando más al fondo del armario.

En resumen, que no os coma la cabeza lo que piensen de vosotras en un sitio nuevo, por la primera impresión o por algo que habéis hecho. Las nuevas etapas sirven para equivocarse y evolucionar, pero no para dejar de ser uno mismo. Y al final, nuestro mayor enemigo somos nosotras mismas.

 

Así que queridas lectoras: arriesgaos, haced lo que os haga feliz y conseguid que en esta vida no hayáis hecho ningún mal a nadie que os importe. 

 

Porque vida, solo hay una.

Autora: Una viejoven con tiempo libre.