«Quiero y no quiero ser madre», la lucha interna y eterna de los 30

 

Tenía tan asumido e interiorizado que llegada la treintena yo iba a ser madre, igual que me iba a casar por la iglesia vestida de blanco y me iba a comprar un adosado con jardín y un monovolumen familiar con mis ahorros de empleada fija en la empresa en la que llevaba media vida laboral (no media mía, que quede claro), que no me había parado a pensar qué era lo que realmente quería yo. Era lo que tocaba, y ya está. Como cuando es tu turno en el médico o te toca pagar el autónomo. 

Hemos vivido la transición de dejar atrás el enfoque machista de que la mujer debe dedicarse al hogar y a criar a los hijos porque se le da mejor que trabajar (algún cafre todavía te suelta que genéticamente estamos programadas para eso, pero, mira, pongo el cerebro en suspensión con estas cosas), pero aún nos encontramos en un escalón anterior a la meta. Y es que, aunque trabajamos en pro de la igualdad en el tema laboral (y hemos avanzado muchísimo), todavía tendemos a pensar que, aunque la mujer ya no sea ama de casa, sí debe ser madre para sentirse completa o realizada. Muchas veces he oído «puede que ahora no quieras, pero cambiarás de idea, ya verás». Vaya, que podemos haber abandonado la casa y la fregona, pero seguimos programadas para querer ser madres con todo lo que serlo conlleva. 

Mi novio de entonces y yo íbamos por nuestro tercer o cuarto aniversario, y este «pack» de familia, coche y casa lo habíamos puesto sobre la mesa muchas veces; de hecho, habíamos hablado de tener dos o tres hijos, aunque yo en el fondo sintiese que con uno ya iba a ser suficiente. Así que cuando llegó la ruptura y me vi iniciando mi vida sin él completamente de cero, pasé al plan B: nada más y nada menos que tener un bebé sola si no llegaba a conocer a nadie con quien meterme en el jardín de mantener a otro ser humano con vida el resto de la mía. 

Desde ese momento hasta el día de hoy me he redescubierto a mí misma y he aprendido cosas de mí que antes no conocía, como que me encanta el silencio, estar sola, leer, escribir, pintar… y que se puede estar en una relación y ambos disfrutemos de esos mismos pequeños placeres, solos o juntos. Mi actual pareja y yo hemos descubierto que esos ratitos de compañía en silencio nos recargan las pilas a tope, lo disfrutamos un montón. 

En los últimos años también se me han ido pasando por la cabeza preguntas como las siguientes: ¿Qué parte de la maternidad me pesaría o me restaría energía? ¿Ese drenaje energético podría llevarme al punto de arrepentirme o no querer continuar haciendo lo que deba? ¿Qué partes de mi vida actual cambiarían, y hasta qué punto estaría dispuesta a ello? ¿Cómo de importantes son para mí esas cosas que desaparecerían con la llegada de un bebé? ¿Qué parte de la maternidad sí me haría feliz? Cuando pienso en ser madre, ¿qué cosas me mueven para plantearme un «sí»?

Creo que son preguntas que deberíamos hacernos todos antes de ponernos a destrozar la cama buscando un bebé (o de no tener cuidado porque total, si llega, «ya nos apañaremos»). Y, madre mía, las respuestas me han dejado claro que lo que yo quiero es ser una madre egoísta, porque lo que sí me haría extremadamente feliz es todo lo bueno: el amor, el afecto, los abrazos… Pero luego pienso en que mis hijos se enfermen, o yo me enferme y no pueda atenderlos,  que no tenga dinero suficiente para sus juguetes, excursiones, o, peor aún, que no tenga dinero para lo más básico, como pagar las facturas de casa.

Que no tenga tiempo para dedicarle debido al trabajo, o que, entre el trabajo y mi hijo, el tiempo para mí, mis amigos y mis hobbies desaparezca. Que la infancia de mis hijos la disfruten cuidadores para que yo pueda ir a trabajar, o que deje mis proyectos laborales, que me llenan muchísimo, a un lado para criar a otra persona. Que mi pareja o yo debamos sacrificar el 95% de nuestra vida tal y como es ahora para poder satisfacer la necesidad de amor y afecto de un hijo, y se me eriza la piel del vértigo que me da. 

Así lo veo yo, muy crudamente. Intento ser realista y verlo desde un punto vista frío, pero objetivo, algunos dirían que cruel, pero es que no estoy planteándome si lo que hago es comprar una silla o no comprarla. Es una persona, con toda la energía,  la atención, dinero, tiempo que se merece. Por ello, con esas condiciones, no quiero ser madre. No quiero mirar a mi hijo cansada porque ese día me habría apetecido no cuidarle y ahí estoy (y que eso pueda suceder durante mucho tiempo o muy a menudo), verme harta de poner lavadoras, de trabajar, de cocinar, de darme cuenta de que ni me peiné y que tenga que darme igual, o que no me acuerde de cómo era salir a dar un paseo con mi pareja en silencio, cosa que tanta paz me aporta. 

No quiero ser una madre egoísta que disfrute de ellos y las responsabilidades que agotan se las deje a otro por no saber si quiero lidiar con ello. Quiero y no quiero ser madre. Y he aprendido que eso es lo que pienso hoy, y que dejo una ventana pequeña abierta por si el día de mañana siento que todo lo que he comentado ya no me pesa tanto y me meto de cabeza en el jardín de la maternidad.